Pasamos buena parte de nuestra corta vida buscando atajos… una pérdida de tiempo, porque la vía más corta para llegar a algún lugar es la línea recta.
Sin embargo, nos inventamos rutas alternas, a veces más largas que el camino original. Y hacemos pausas, con el pretexto de retomar fuerzas o de recapacitar acerca de nuestra decisión.
En el peor de los casos, arrastramos a otros que creen en nuestra intuición, en la visión del futuro que les hemos expuesto, porque es siempre un camino más sencillo, que implica menos esfuerzo, menos originalidad, menos riesgo. Creer en otro es infinitamente más sencillo que confiar en uno mismo.
El camino se convierte entonces en una parodia del explorador que todos llevamos dentro. En lugar de correr hacia nuestro destino, detenemos la marcha cada pocas horas, tomamos fotografías, encendemos una fogata para recapitular acerca de lo ya visto y hacemos un cómodo y aparentemente conveniente alto en nuestra travesía.
Actuamos con cobardía, porque enfrentar el problema de forma directa o atravesar la espesa maleza de la selva conlleva riesgos. Y una parte primitiva de nuestro cerebro nos dice que los riesgos deben ser evitados, aunque estos impliquen solo la frustración, algunos obstáculos que han de ser vencidos o, lo peor, cierta incertidumbre sobre la certeza del rumbo.
Y la vida cotidiana no es tan distinta de ese panorama estilo “safari”. Proponer una idea original, acortar los caminos hacia una meta o enfrentarnos con la autoridad cuando esta es irracional y obtusa, requiere coraje, convicción y cierto grado de arrojo, de riego al desafiar las reglas y tomar la iniciativa, por irrelevante que parezca.
Lo demás, es el simple y despreciable deseo de trabajar menos y tener a todo el mundo contento, de quedarnos flotando en una piscina tibia y plácida bajo los cálidos rayos del sol mientras la vida sucede en otra parte.
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