Todas nos alegramos de la victoria de la selección femenina de fútbol ayer. Pero mucho de lo visto no soporta ni media reflexión de género. Diría incluso que es una victoria bastante machista. De un entrenador que ni en su actitud ni en su forma de hablar parece tener la mínima sensibilidad feminista, enunciando en masculino una victoria que es de sus jugadoras. De un presidente que aprovecha las cámaras para hacer ante todo el mundo lo que hacen los perros en las farolas, marcar a las jugadoras como su propiedad y su dominio. De unas jugadoras que se toman a broma el gesto acosador del presidente hacia una compañera, y que ante la presencia del presidente-macho-alfa en el vestuario prometiendo viajes a Ibiza como quien regala una lavadora nueva a su mujer, como si fueran niñas de excursión en un colegio de monjas, ellas se ponen a saltar de alegria en vez de mandarlo directamente a la mierda.
No, no espero que machistas como Rubiales entiendan su comportamiento de esta manera. Solo aspiro a que la vergüenza y el asco que provocan les inhiba poco a poco su comportamiento, hasta el punto de que, aún convencidos de que lo que les pide hacer el cuerpo es siempre lo correcto, se abstengan de hacerlo.
Tampoco espero que unas jugadoras que han llegado hasta donde han llegado aguantando y normalizando que los hombres las dominen incluso cuando ellas son las protagonistas, dejen de hacerlo.
Pero al menos dejemos claro que ese ejemplo de sumisión, de supremacía de los hombres, también se lo dieron ayer a las niñas.
El feminismo no triunfa cuando ganamos el mundial femenino. Queda lo más difícil. Que los hombres y las mujeres, sobre todo las que juegan el partido, después de la final, no sientan que sin ellos, ellas no habrían hecho nada.
Y para esto, queda un mundo. Un mundo mundial.
