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Universidad de Salamanca
Miguel Ángel Aijón Oliva
But just say the word
 

Igitur

Hai excomunión

Pero esta divergencia, como dice san Agustín en el lugar citado, era más de palabras que de pensamiento.

Summa Theologiae, cuestión 59, artículo 2

En el día de santo Tomás, gran fiesta de la institución universitaria, cabe alzar esas copas que ya apenas podemos consumir fuera de nuestros hogares y brindar por los sabios que en el mundo, y en Aquino, han sido, mientras recordamos, a modo de humilde homenaje, que la filosofía no existe sin la palabra (aserción que, sin duda, cuestionarán muchos filósofos: es su trabajo). Ninguna creación del intelecto humano es ajena al lenguaje, y el propio intento de conocer la esencia de las cosas no parece poder escapar de esta cárcel (de esta libertad encarcelada) que nos acompaña de la cuna a la sepultura y condiciona todas nuestras posibilidades de saber, porque saber es eso: tener la palabra. ¿Existen las cosas sin las palabras que las nombran? Sí, desde un punto de vista empírico: se puede aceptar, aunque nadie lo haya visto, que ya había cosas antes de que nadie las nombrara. No, desde uno teológico: el dios realiza necesariamente su acto creador de manera verbal. Acto remedado a lo largo de la historia por cualquier aprendiz de brujo que performativamente (palabra que a su vez crea un concepto con denominación de origen) pronuncia abracadabra o cualquier otra fórmula ad hoc que tiene el mismo efecto mágico que la fórmula latina ad hoc, la cual nos eleva unos centímetros por encima de la vulgaridad tuitera, esa conversión de los seres humanos en pájaros que pían y se sienten orgullosos de ello, si es que el piar de un pájaro es capaz de crear, de designar, un sentimiento similar al orgullo. Todo es performancia o performación; todo crea. Pero ¿qué crea el dios, o el influencer, con la palabra? ¿La cosa? Crea la cosa en la mente, esto es, el concepto, el conocimiento de la cosa, que en realidad es la cosa en sí, porque la cosa es irrelevante sin el conocimiento de la cosa. Que se lo digan al poder y a su maquinaria mediática. Como todo filósofo, santo Tomás es, por encima de todo, un lingüista, y más aún por haber vivido en aquellos tiempos esco(e)lásticos en que el lenguaje se estiraba y moldeaba cual chicle, palabra esta última que él no pudo utilizar, porque es evidente que viene del náhuatl (cuando te sientas tentado de criticar a esos bárbaros medievales, recuerda que vivían sin chocolate), y por lo tanto en su realidad no existía el conocimiento de la cosa que es en sí la cosa. Eso era la filosofía y la teología, quizá eso han sido siempre: discusión sobre si se puede discutir sobre algo que no sea el propio instrumento de la discusión. Se ha sugerido que Joyce influyó en Shakespeare, lo cual parece perfectamente lógico si logramos liberarnos de nuestras concepciones espaciotemporales heredadas; lo que es incontrovertible es que Chomsky influyó en santo Tomás, porque Chomsky ha influido en todo el mundo. El problema, y el fundamento de la eterna controversia, es que ellos son precisamente los primeros que afirmarían que hay algo fuera del lenguaje, incluyendo pensamientos independientes de lo verbal, que no es más que un módulo (¿de FP?), como se deduce de la cita transcrita al principio. Nos dice también la Summa que “en las acciones y pasiones humanas, en las que la experiencia vale muchísimo, mueven más los ejemplos que las palabras” (cuestión 34, artículo 1): cualquiera que se dedique a la enseñanza probablemente asumirá como ideal este verba docent, exempla trahunt de siempre, igual que el delectare et prodesse de Mary Poppins. Pero, de nuevo, ¿qué experiencia, y qué ejemplos, si no tuviéramos palabras para contarlos? En el fondo, ¿es santo Tomás algo más que el propio nombre de santo Tomás en el universo de este discurso? ¿Somos los demás algo más que santo Tomás?

 

maaijon

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