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Universidad de Salamanca
Miguel Ángel Aijón Oliva
But just say the word
 

Nuevas palabras viejas

 

Que en el diccionario de las Academias entren micromachismo y edadismo al mismo tiempo que pichichi sugiere que no todas las palabras requieren el mismo periodo de aclimatación; parece que hoy la RAE, en su afán por recoger “lo que usa la gente”, está más atenta al BOE que al fútbol. En cualquier caso, un año más se nos informa sobre los nuevos integrantes del selecto club de 100.000 vocablos acumulados en el repertorio estándar, y un año más los medios intentarán alentar una polémica impostada, porque es fácil suponer que a la mayoría de los hablantes cada vez les importa menos lo que digan estas instituciones normativas, prácticamente relegadas al papel de autoridades abstractas en las clases de Lengua y en algunos manuales de estilo. O que sirven, como mucho, para que cualquiera de nuestros dignísimos representantes políticos pueda acusar a otro de inculto en Twitter por haber utilizado una construcción gramatical mejorable. Aún peor es lo de la Fundéu; ya no recuerdo la última vez que encontré ahí la sugerencia de que algo está mal dicho. Todo es aceptable hoy en día (menos cocreta, que es lo único que realmente se dice). Y ya hemos señalado en otras ocasiones que, con esta actitud de imparcialidad y tolerancia, propia de científicos de la lingüística pero no tanto de hablantes comunes, que quieren hablar bien aunque en la práctica hablen mal, los normativistas están renunciando al papel que realmente le corresponde en la sociedad. Además, por supuesto, de dar a entender una connivencia cada vez mayor con los poderes políticos y económicos de los que dependen para subsistir; no dudemos de que el “masculino genérico” (que ni siquiera es un masculino, sino la forma no marcada de las palabras en español), ese último bastión del español correcto y a la vez natural, caerá antes o después.

En fin, ya tenemos la lista de curiosos añadidos que, como siempre, revelan la inexistencia de criterio científico alguno a la hora de aceptar unas palabras y rechazar otras. Sobre todo, se percibe el deseo de un (muy dudoso) aggiornamento a base de modas político-periodísticas y algunos coloquialismos que, probablemente, a sus propios usuarios les horrorizará encontrar en este diccionario que solo recoge lo que “existe”. Ahí están mamitis, puntocom (¿de verdad se usa este calco?), micromecenas, la nueva acepción de anticomunitario o esa horterada de la metonimia mercurio como ‘temperatura’. Hay alguna creación sin duda hermosa, como conspiranoia y conspiranoico, digna de Huidobro y que probablemente debería quedarse en diccionarios específicos de lenguaje poético o greguerías (pero ya hace siglos que se incluyó el quevedesco hápax abigotado). Incomprensiblemente, no parece que por ahora haya entrado motomami, que es prácticamente lo primero que se aprende en nuestra lengua; ni siquiera tardeo, que, como suele ocurrir, cuando se acepte ya se habrá convertido en una costumbre obsoleta. De los creadores de güisqui y cederrón, llega panetone: no es una adaptación tan escandalosamente cutre como esas, pero la t sacrificada en el altar del casticismo convierte un exótico dulce italiano en un roscón de Reyes con pretensiones. Peor en ese sentido es la versión americana, que suena a cuando Fernando VII comía panetón (y, como también es tradición en el diccionario, esta última variante lleva marca dialectal, mientras que la española se considera generalizada: ya se sabe que lo que decimos aquí es lo normal).

Lo coloquial suele ser a la vez dialectal y, de hecho, sí se añade esa marca Esp. en rular como ‘funcionar’, gusa ‘hambre’ o copiota ‘copión’, aunque estas últimas posiblemente ya deberían aparecer como desus. De hecho, es sorprendente que se incluyan a la vez una acepción de corte como ‘trozo de helado entre dos galletas’ (de nuevo, Esp.) y otra como ‘cada una de las composiciones musicales que integran un disco’. Entre las adiciones atribuidas al fallecido Javier Marías, resulta curioso ese sobrevenido como ‘impostado, artificial’, cuyo origen no nos queda claro; y un hagioscopio que, aunque no sirva de mucho, nos recuerda que no solo venimos del inglés. Y, en un plano más sintáctico-semántico, cuesta entender que hasta ahora no se recogieran acepciones del verbo ir como la de ‘versar sobre algo’ (¿De qué va la película?) o la de ‘vestir o presentarse de cierta manera’ (Va de astronauta); y quizá es a estos detalles a los que las instituciones supuestamente observadoras y certificadoras del habla común deberían prestar atención, en lugar de a las moderneces de algunos y algunas.

 

maaijon

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