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Universidad de Salamanca
Miguel Ángel Aijón Oliva
But just say the word
 

Que lean, aunque sea bien

 

Lo de que los profesores tienen que motivar y captar el interés de los alumnos es ya un tópico tan cansino, tan repetido millones de veces en cursos de formación docente, telediarios y colas de supermercado, que uno casi se siente tentado de defender una enseñanza basada en martirizar a los niños y jóvenes con lo que pueda resultarles más aburrido, incomprensible e inútil (¿no se supone que tenemos que innovar?). Sarcasmos aparte, la obsesión por conectar el proceso de aprendizaje con los intereses de los alumnos (¿Cuáles? ¿Juego de tronos, Snapchat, Nicki Minaj? ¿O más bien los del rarito de turno que lee La metamorfosis?) nos lleva a convertir el currículo y la actividad docente en poco más que animación de tiempo libre. Las tendencias utilitaristas y mercantilistas que imperan en la sociedad han realizado una valiosa contribución a la crisis de las humanidades, y de la enseñanza en general; sin olvidar la inestimable ayuda de pedagogos que viven de difundir e imponer una seudofilosofía de la educación (véase el reciente libro Escuela o barbarie, cuyas tesis, en realidad, solo comparto hasta que empieza a defender el inmovilismo y la endogamia de la universidad).

Si las asignaturas “de letras” se hallan tan desprestigiadas, no es principalmente por su dificultad ni por la incompetencia de los docentes para hacerlas atractivas. ¿Acaso siente la mayoría de los jóvenes mayor interés por las Matemáticas o la Química, o tiene mayor facilidad para comprenderlas? Pero lo cierto es que no son estas últimas, sino el Latín, el Griego y la Música, por ejemplo, las que han quedado reducidas a meras materias optativas y residuales para el selecto grupo de frikis (perdón, nerds) que no eligen Informática o Economía. Triste.

No parece que la asignatura de Lengua corra, por ahora, el mismo peligro, al menos en las naciones de esta plurinación que no poseen una lengua diferente al castellano. Pero ¿qué ocurre con ese apéndice denominado Literatura, que cada vez supone una menor proporción del currículo de la materia y, al parecer, de las horas dedicadas a ella en clase? Sus perspectivas de futuro me parecen casi tan poco halagüeñas como las de las lenguas clásicas. Y ello puede tener algo que ver, no digo que no, con la manera en que se ha planteado tradicionalmente y se sigue planteando su enseñanza. Quizá no se han tenido en cuenta las necesidades de aquellos a quienes se pretendía formar y el hecho de que el arte literario, por encima de todo, es para vivirlo. El objetivo de la materia ha sido básicamente el conocimiento y (secundariamente) la imitación de la literatura considerada buena. Y este matiz valorativo resulta también fundamental. Si tengo que diseñar un curso de Literatura, en cualquier nivel, mi programa se basará casi inevitablemente en unos criterios de calidad, que, en el fondo, no son otra cosa que esos cánones de auctores imitandi aplicados desde la Antigüedad. Tales criterios variarán parcialmente dependiendo de quien haga el diseño y, por supuesto, siempre serán discutibles (aquí un breve análisis de un caso representativo).

Que lean, aunque sea bienHasta tiempo reciente, pocas veces se consideró la posibilidad de incluir en esos cánones obras escritas para niños y jóvenes; obras que normalmente se han visto arrojadas al cajón de la subliteratura, dado que, supuestamente, nunca podrían ofrecer textos de calidad artística y profundidad conceptual. Hoy se suele aceptar que pueden constituir un excelente medio para iniciar a los escolares en el placer por la lectura y en el enriquecimiento personal que esta conlleva. Más que la mera asimilación memorística de listas de autores, fechas y obras (que es útil, en cualquier caso, como bagaje cultural), hay que intentar que el alumno se identifique de modo esencial con el hecho literario. Se empieza a reconocer la calidad literaria y la relevancia cultural de figuras como (sin salir de las letras europeas del siglo xx) C. S. Lewis, Michael Ende, Enid Blyton, Roald Dahl, Joan Aiken, Maria Gripe, Astrid Lindgren, Jordi Sierra i Fabra, Joan Manuel Gisbert, etc.; vale, y de J. K. Rowling. Si estos autores han recibido el favor del público y de la crítica es porque no se dedican a insultar la inteligencia de sus lectores, como, por desgracia, solemos hacer al dirigirnos a los niños. Ofrecen historias originales y constructivas, sin caer nunca en lo ñoño, y con un estilo narrativo de enorme intensidad. Por otro lado, aunque la novela y el cuento sean las manifestaciones literarias más populares y comerciales, no se puede dejar de lado la poesía; los versos de Gloria Fuertes (ahora mismo en proceso de canonización como poeta “seria”, no sin voces discordantes) han constituido el primer contacto de muchos niños con la literatura de autor. El logro del difícil equilibrio entre lo didáctico y lo lúdico es otra de las razones por las que los artistas mencionados, y muchos más como ellos, pueden considerarse grandes figuras de la Literatura, con mayúsculas y sin añadidos como infantil o juvenil, a los que a menudo subyace una intención degradante.

Incluso si contemplamos la materia de Literatura como mera ancilla Linguae (lo que, tristemente, cada vez es más habitual), no se pueden negar sus utilidades: ayuda al dominio de la ortografía, pero también a ampliar y perfeccionar la sintaxis y el vocabulario en diversos registros. Más aún, el disfrute de la obra literaria (y no solo de su anécdota argumental) es el disfrute de todos los aspectos psicológicos y socioculturales que la conforman; es consolidación y aumento del propio bagaje cultural, desarrollo de la creatividad, formación en todas las capacidades y todos los valores humanos que aparecían ya en obras tan antiguas y divertidas como las fábulas de Esopo o el Panchatantra. Aunque hoy se prefiera llamar a esas capacidades y valores competencias, entre otros muchos términos.

Es fundamental lograr que lo literario, como lo matemático o lo musical, no resulte ajeno a la vida de los estudiantes, sino que estos lo interioricen, que lo hagan propio; para ello, se debe plantear la asignatura no solo como acercamiento a la creación de otros, sino también como creación propia. De ahí las unidades didácticas cuyo objetivo es la elaboración personal, con ayuda y supervisión docente, de un poema o de un relato; de ahí también la tradicional iniciativa del periódico o revista escolar, que requiere la implicación de los alumnos (e, idealmente, de toda la comunidad educativa) como lectores y como colaboradores asiduos. Por no hablar de las posibilidades del teatro, como plasmación más dinámica e interactiva de lo literario, y del cine, como su traslación más significativa a la cultura audiovisual.

Pero, sobre todo, hay que conseguir que los alumnos lean. Y para ello tendrá que seguir existiendo un canon de lecturas, configurado en cada caso por el docente, que es quien posee el criterio suficiente para hacerlo. No podemos pretender que nuestros alumnos de Primaria o de Secundaria engullan el Quijote, la Divina Comedia ni, quizá, Pedro Páramo; pero sí otras obras que puedan comprender y aprovechar, sin preocuparnos demasiado de si son teóricamente infantiles, juveniles o adultas. Hace ya años, Víctor García de la Concha afirmaba (en Tribuna de Salamanca, 29/7/1999) que los niños deben empezar por leer “lo que quieran” y así ir adquiriendo progresivamente el hábito de la lectura. Dos matizaciones. Si no obligamos a los alumnos a leer nada en concreto, tampoco podemos obligarlos a leer (y es perfectamente posible que no lean nada). Por otra parte, el que alguien se inicie en la lectura de un modo natural, llevado por sus propios intereses, no implica que después vaya a querer avanzar hacia esas obras que nuestra sociedad considera geniales (pienso que yo mismo nunca hubiera leído La Celestina por propia iniciativa, y la verdad es que leerla fue una experiencia inolvidable, que hoy procuro compartir con mis alumnos). Así que evitemos teorizar desde el salón de casa, como hacen muchos supuestos expertos en educación. No hay fórmulas mágicas, y el trabajo docente empieza desde cero todos los días.

 

maaijon

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