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Universidad de Salamanca
Miguel Ángel Aijón Oliva
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Un canon: la Enciclopedia Álvarez

 

El canon literario, esa lista de autores y obras que se consideran insignes y dignos de estudio e imitación, puede sufrir grandes alteraciones con el devenir de los años. El artista que en su época pasó sin pena ni gloria, y que en muchos casos ni siquiera pudo mantenerse a base de mecenazgos o subvenciones, hoy se sienta en el Olimpo de la cultura y es gloria de la nación y envidia de las vecinas; también ocurre lo contrario, claro (y el tiempo se encargará de poner en su sitio a muchos bestsellers actuales). Es evidente que tales alteraciones históricas suelen guardar poca relación con la calidad literaria, suponiendo que esta última sea objetivable de alguna manera (no lo es, y precisamente por eso resulta tan fácil modificar los cánones). Estos pensamientos son los que me asaltan al tener en mis manos un ejemplar facsímil de la Enciclopedia Álvarez, libro de texto estándar en España entre los años 50 y 60. Se trata del volumen correspondiente al Tercer Grado, tan completo y cuidado como es habitual en la serie; un prodigioso fruto de ese afán, de raigambre ilustrada, por reunir en un solo libro todo el saber necesario, en este caso, para un alumno de Primaria. Nunca se reconocerá suficientemente el mérito de educadores como el zamorano Antonio Álvarez, independientemente de la época en que les tocara vivir y trabajar. Pero, por supuesto, esa época, con sus códigos culturales e ideológicos, siempre se refleja de algún modo en las obras.

En el bloque de Lengua Española, los contenidos de literatura alternan constantemente con los de ortografía y gramática (siempre fue nuestra asignatura una extraña mezcla de verbos, tildes y redondillas). Me interesa comprobar a quiénes se enseñó en las aulas como grandes nombres de la literatura, y qué vertientes de su producción se consideraron de especial relevancia, en esas décadas que hoy se nos figuran, como el propio libro, en blanco y negro. El análisis revela, de hecho, un interés poco disimulado por establecer o afianzar un canon. Hay que apuntar que no se sigue un orden cronológico en la presentación de los contenidos, seguramente por tratarse de un nivel elemental de enseñanza; más bien se pretende que estos posean relación con las cuestiones lingüísticas que se van abordando, aunque tal relación no siempre resulta evidente.

A lo largo del bloque podemos encontrar a muchos de los clásicos con mayúsculas (o sea, los más viejos). La única obra anónima abordada en el manual es el Cantar de Mio Cid (lección 10), caracterizado como “la más antigua composición castellana que se conserva”. Por otro lado, el único ¿autor? propiamente medieval es Alfonso X (11), para quien “España sobre todas es adelantada en grandez et más que todas preciada por lealtad”. Del XV, el Marqués de Santillana (32), con ”La vaquera de la Finojosa”; pero no Mena ni Manrique. En el Renacimiento, no aparece Garcilaso; de los ascetas, Fray Luis… de Granada (33), cuya Guía de pecadores “es de tal importancia, que ningún cristiano debiera morir sin leerla”. De los místicos, Santa Teresa (19), de estilo “sencillo y más bien vulgar que erudito”, pero no San Juan, lo que sugiere un criterio selectivo basado en la (supuesta) dificultad. No podría faltar Cervantes (9), cuya obra maestra pretende retratar “a los dos tipos de hombres que ha habido, hay y habrá en el mundo”, y de la cual se transcribe el discurso de la Edad de Oro. Ya en el Barroco, llama la atención el interés por rehabilitar a Quevedo (30), que “no es, ni mucho menos, el autor de los chistes y anécdotas de mal gusto que el vulgo le atribuye injustamente”, aserción que curiosamente se apoya con el soneto “A una nariz”. Frente a ello, Góngora (26) ”dio lugar al defecto [sic] conocido como culteranismo o gongorismo”; se prefieren sus romances y letrillas de juventud. Y, por último, los dos dramaturgos inexcusables: Lope (22), de quien se opta por transcribir un sencillo villancico, y Calderón (13), cuya obra nos demuestra que “la virtud es la única realidad”.

Desde luego, si algo se echa de menos en este canon clásico (que debiera ser el menos discutido a través de épocas y regímenes) son las andanzas del Arcipreste, las de la vieja Celestina y las de Lázaro de Tormes; no cabe duda de que en general resultan mucho menos favorecedoras de la España imperial que las de Rodrigo Díaz. La escasez de literatura medieval es patente en otras ausencias como las de Berceo, don Juan Manuel o el citado Manrique. Por otro lado, sorprende encontrar a un único autor en lengua extranjera: Petrarca (38), que da pie al estudio formal del lenguaje literario en las últimas lecciones.

Mientras que el siglo XVIII (que nunca nos ha entusiasmado, todo hay que decirlo) se ve reducido a Iriarte (29) y “El burro flautista”, el XIX cuenta con cierta abundancia de nombres, generalmente asociados a ideologías y estéticas conservadoras. Espronceda carece de sección propia, aunque se cita un breve fragmento de “La canción del pirata” en las lecciones finales. No extraña la presencia de Zorrilla (14), pero sí que como ilustración del Tenorio se elija el famosísimo pasaje en que don Juan alardea de sus hazañas ante don Luis Mejía, sin que dicho pasaje merezca ninguna puntualización moral. Bécquer (34) fue autor de poesías “sencillas, sentimentales y muy inspiradas”; no está, sin embargo, su coetánea Rosalía. Ya en la tendencia realista, resulta curioso un aviso a navegantes acerca de Campoamor (4): “Su poesía no es sana por completo en el aspecto moral”. Menos conocido (incluso en su Salamanca natal) es Ventura Ruiz de Aguilera (15), cuya inclusión se comprende por ser “unas veces patriótico (…) otras, sentimental (…) y otras gracioso y mordaz”. Los prosistas del siglo están representados por Cecilia Böhl de Faber (25), cuya obra manifiesta “una gran tendencia moralizadora”, mientras que Pereda (21) es “una de las mayores glorias de la novela española”. Finalmente, se justifica la presencia de un filósofo como Jaime Balmes (35) afirmando que “[s]u estilo no es muy brillante, pero es muy metódico y convincente”. Desde luego, se percibe en este apartado uno de los vacíos más significativos para un canon actual: ni Larra, ni Alarcón, ni Valera, ni Galdós, ni Clarín, ni Pardo Bazán…; cabe sospechar una confluencia de prevenciones ideológicas con la intuición de que estos autores, como los del XVIII, poseen escaso interés para la etapa educativa en cuestión.

Del Fin de Siglo se selecciona, comprensiblemente, a Azorín (17) y a Gabriel y Galán (7), quien “canta como nadie la paz que Dios ha desparramado por los campos, en las almas y en el seno de las familias honradas”, y que representa, al igual que el menos conocido Vicente Medina (6), la preferencia por el reflejo de lo dialectal y castizo. No obstante, también se dedica un capítulo a Unamuno (36), si bien destacando sus loas a la tierra salmantina por encima de su prosa narrativa y ensayística. No están ni Baroja ni Valle-Inclán, pero tampoco Maeztu. De los dos hermanos Machado, solo se dedica un capítulo a Manuel (20); Antonio fue un mero colaborador suyo en obras como La Lola se va a los puertos (hoy, no nos engañemos, se daría exactamente la visión opuesta). Ambos comparten tendencias popularistas con los Álvarez Quintero (31), de “fácil y elegante poesía”. Por lo demás, las últimas generaciones se ven prácticamente reducidas a Benavente (3), Fernández Flórez (27) y Pemán (18), este último con el poema religioso “Resignación”. No encontramos rastro de Juan Ramón, de las vanguardias ni del 27: ni Lorca ni Alberti ni Hernández, pero tampoco Diego, por ejemplo.

Por último, se presta cierta atención a Hispanoamérica (al contrario que en los planes de estudio actuales), si bien el principal criterio para la inclusión de los autores parece ser su confesión de afecto a España. No esperaríamos, pues, encontrar a Martí; sí aparece Rubén (16), del cual se selecciona el rimbombante soneto “España”. Por su parte, Amado Nervo (37) “se distinguió por su gran amor a la Madre Patria”. El resto de las figuras son menos populares en nuestro país: los argentinos Olegario Víctor Andrade (12), con “El consejo maternal”, y Leopoldo Díaz (2), con una loa a la lengua española, o el ecuatoriano Luis Cordero (24).

En conjunto, de la Enciclopedia Álvarez deducimos un interés primordial por la literatura de exaltación patriótica, así como por la de contenido sentimental, costumbrista o, como mucho, satírico. Por el contrario, se evita, por razones obvias, todo aquello que implique una visión crítica de la sociedad y del pasado y el presente de España. Es fácil citar omisiones notorias (no siempre de autores a priori incómodos; faltan muchos clásicos que no supondrían un problema para la ideología imperante, pero que quizá se consideran poco adecuados para la etapa), del mismo modo que abundan los nombres poco esperables y que hoy no se suelen considerar de mención imprescindible. Todo canon es por naturaleza parcial e injusto; no estamos más a salvo de modas y prejuicios ideológicos que quienes nos han precedido. Tiempo habrá de revisar la enseñanza literaria de otras épocas, incluida la nuestra.

 

 

maaijon

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