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Universidad de Salamanca
La felicidad en la Historia (FELHIS)
Blog de divulgación del proyecto «La felicidad en la Historia: de Roma a nuestros días. Análisis de los discursos»
 
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Archivo | noviembre, 2020

Carpe diem o la felicidad efímera en progreso

Carpe diem o la felicidad efímera en progreso

RAFAEL PONTES VELASCO

¿Cómo interpretamos el tópico horaciano del carpe diem en tiempos de pandemia? ¿Qué nos quieren decir exactamente los que, después del relato de numerosas desgracias compartidas, se despiden de nosotros con la resignada expresión “día a día”? ¿Se acercan al estoicismo del day by day con el que un desolado Rambo, espartano de los años 80, contestaba al coronel Trautman cuando este le preguntaba, al final de la película, por sus próximos e inciertos pasos? ¿Se refieren al más moderno YOLO, acrónimo de you only live once, con el que los jóvenes de la década pasada apostaban por un estilo de vida audaz y sin renuncias?

Todas estas posibilidades y muchas más caben en el carpe diem, o carmen díez si atendemos al argot humorístico de hace veinte años. El tópico se revisa en cada época y, últimamente, casi en cada instante. Carpe diem no significa lo mismo hoy, 18 de marzo de 2021, que a principios de 2020. El coronavirus ha cambiado nuestra percepción y el miedo ha provocado que la bella máxima de Horacio se pronuncie con más precaución que optimismo: abraza la mañana si puedes, porque esta tarde una infección podría amargarte y contraerte. En la noche es mejor que no pensemos, al menos por ahora.

Carpe diem también equivale a “la vida son dos días”, si bien el abstracto 1 se nos antoja más duradero y contundente que el concreto 2. Su mención implica que ni siquiera planifiquemos el trabajo pendiente que nos agazapará dentro de una hora, que olvidemos por un momento la dureza de la realidad. Somos más conscientes que nunca de la incertidumbre, de la fuerza de lo inesperado en su sentido negativo. Nos mostramos desconfiados, temerosos de anunciar promesas, prudentes hasta en el pronóstico más conservador. “Distancia” es la palabra clave, el signo de nuestro tiempo: clases a distancia, distancia de seguridad, distancia para que la verdad no nos dañe.

Los innumerables besos que Catulo generosamente repartió en su “Carmen V” son tal vez los que la mascarilla impide que demos hoy. El caprichoso equilibrio exige que a pocos se les dé lo que a la mayoría se le niega. También su viceversa. La felicidad es efímera y resulta difícil no sentirse culpable en su presencia. Paradójicamente la agarramos con toda la valentía de la que somos capaces, la cosechamos a contracorriente sin saber a ciencia cierta durante cuánto tiempo podremos disfrutarla. ¿Tenemos derecho a ella o acaso es nuestra única obligación? No nos engañemos. Los clásicos nos dicen que la felicidad es un imperativo (“aprovecha, vive el hoy”) y sabemos que somos más felices cuando cumplimos con nuestro deber.

Los actos nobles son valiosos por sí mismos, y por tanto más meritorios, en la medida en que ignoramos si habrá un futuro en el que se nos recompense por ellos. Más bien, sospechamos que no lo habrá. Con todo seguimos, pequeños héroes de la cotidianidad, trabajando como si no hubiera un mañana en el sentido literal de la expresión. Quizá la única certeza sea que un día estuvimos contentos, o al menos Horacio y Catulo se sintieron así durante largas etapas de sus vidas y nada impide – a priori – que algunos de nosotros también lo estén o lo estemos.

En el esplendor del subjuntivo (deseos, dudas, miedos), el imperativo carpe diem sugiere algo más que una invitación. Su necesario reverso, complementario por su tono, es memento mori. Los dos lemas conllevan una advertencia y se justifican recíprocamente. En esta dirección, el poeta Antonio Rodríguez Jiménez (Albacete, 1978) observa que la fugacidad de la vida atañe a la literatura menos que a nuestra existencia real. Más acá de la dicción y de la ficción, en un plano material que el arte y la cultura no alcanzan, existe una muerte que va en serio. Como se deduce de su poema “Memento mori”, no hay manera de maquillar ni mitigar el dolor que produce:

Los sabios nos recuerdan que la muerte

da sentido a la vida,

que si amamos, sentimos o reímos

se debe a que, algún día, todo habrá terminado,

se habrá cerrado el círculo y al fin conoceremos

la última anotación del pergamino.

Lo dicen los filósofos y Borges,

los gurús de culturas muy lejanas.

La muerte de la que hablan no es la nuestra,

sino la medieval de los grabados,

unos huesos con túnica y guadañas.

Ellos piensan en Séneca recostado en su tina

o en Hamlet escuchando los clarines de Fortinbras.

La muerte es el final, pero de un libro,

el último estertor de un personaje.

De la otra, de la ausencia que te hace ser un alga

incolora en el fondo del más puro silencio,

de la muerte que infunde el pánico y te empuja

como un perro furioso contra el mundo,

de esa saben muy pocos.

Casi peor que la muerte es la enfermedad. El carpe diem está ligado a la juventud, pero también a la consciencia de que la plenitud no dura para siempre. El solo hecho de pensar en el tópico latino, más aún si escribimos sobre ello, implica una edad indefinida, una sensación de eternidad casi incompatible con los años sucesivos. Que la literatura se conciba como una de las artes temporales raya el oxímoron, como contradictorio es el concepto que Rodríguez Jiménez señala en su poema “Poesía joven”:

No existe poesía joven,

por más que la defiendan los dueños del mercado

o intenten explotarla los continuos antólogos.

Los jóvenes extienden sus cuerpos sobre el césped,

dormitan en las aulas o sudan abrazados

en terrenos de juego.

Los jóvenes maltratan su salud en la calle,

trepan hasta las altas cornisas del peligro

y absorben la amargura con soberbia de dioses.

Los jóvenes no pierden su tiempo entre los libros,

viven en un ardiente destello de inconsciencia

que no da para más.

No existe poesía joven.

La magia que desprende el pulso del lenguaje

no tiene condición ni cabe dentro

de la estrecha pantalla de un cronómetro.

No conoce la edad: De sobra sabes

que la hierba de Whitman crece desde el futuro

y que el dedo de Horacio seguirá señalando

cada generación que se ha agotado.

Anacreonte sigue teniendo veinte años

y Safo es la mujer más libre que conozco.

La luz de los veranos de Eloy Sánchez Rosillo

suena siempre distinta,

como el color del mar en La Odisea.

Si padeces la misma maldición que Narciso,

tienes envejecida la pulpa del espíritu.

Vieja tu alma, vieja tu manera

de esconderte del mundo.

Viejo el dolor que muestras orgulloso

como los tatuajes de los marinos viejos.

Vieja la enfermedad de verte indemne

aun en el canto último del cisne.

Viejo seguir la senda de los muertos.

Vieja la hermosa farsa de tu vida.

Tiempos tan duros como los que padecemos en la actualidad, tan inéditos para todos nosotros, requieren nuevas herramientas de interpretación. La tradición nos ayuda y nos prepara hasta un punto muy alto, pero quizá ya no resulte suficiente y debamos dar un paso más. No es lo mismo el entrenamiento que el partido. José Luis García Martín, en “A un dios desconocido”, nos da una pista de los dones que podemos pedir de manera realista: “Dame pobres placeres repetidos / no un único diamante en la memoria”. Enrique Lihn ofrece un consuelo a los que escribimos, extrapolable a los que se dedican a cualquier otra actividad, en su poema “Porque escribí”: “Escribí / y hacerlo significa trabajar con la muerte / codo a codo, robarle unos cuantos secretos (…) / Pero escribí y me muero por mi cuenta, / porque escribí porque escribí estoy vivo”.

Esto es lo que proponemos para que el carpe diem contribuya a la felicidad en tiempos de pandemia: un hoy efímero, sí, pero progresivo. Se trata de un work in progress que demanda una labor constante de renovación y mayor humildad que nunca. La felicidad se siembra y los frutos pueden llegar o no, aunque suelen hacerlo de un modo u otro. Los tres pilares en los que se sostiene esta ética fugaz, adaptada a lo inmediato, son la valoración de lo que tenemos, el intento de recordar con agradecimiento e incluso recobrar lo que tuvimos y, posiblemente, la reducción de las aspiraciones. Como escribe Rodríguez Jiménez en el poema final de su libro Nuestro sitio en el mundo, a la postre es el amor – paterno, en su caso – el que propicia el balance deseable entre la eternidad y el carpe diem:

 

CUANDO FUIMOS ETERNOS

Para Vega

Leí en alguna parte que la muerte no tendrá señorío

y hoy comprendo por qué:

Duermes sobre mi pecho con tu piel confiada

y tu sonrisa inmensa reposando en su cofre.

Dice un viejo poema que la muerte no encontrará dominio

y es más fácil creerlo con tu aliento en la cara,

con esta sangre nuestra que alimenta tu cuerpo

y este sueño arropando la intemperie del mío.

Es fácil entender que no habrá señorío

de la muerte en la casa donde fuimos eternos,

completos y felices como antorchas prendidas

que espantan a la muerte con su fuego tan vivo.

 

Referencias:

Catulo (2006): Poesías, Madrid, Cátedra.

Cosmatos, George Pan (1985): First Blood Part II, USA, TriStar Pictures.

García Martín, José Luis (1992): El pasajero, Granada, La Veleta.

Horacio (2004): Odas y Epodos, Madrid, Cátedra.

Lihn, Enrique (1995): Porque escribí. Antología poética, Chile, Fondo de Cultura Económica.

Rodríguez Jiménez, Antonio (2020): Nuestro sitio en el mundo, León, Eolas Ediciones.

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Rupit amor leges: un instante de felicidad en la épica de Lucano

Rupit amor leges: un instante de felicidad en la épica de Lucano

JAVIER ANTONIO SÁNCHEZ MARTÍNEZ

Acaso el lugar menos propicio del mundo para la felicidad sea la guerra. Una palabra que guarda la raíz de la fecundidad no puede caber en el nombre de la destrucción. En trincheras, frentes y acies algunos soldados han encontrado ambas: luchando, la muerte; la felicidad, rehusando la lucha. El rechazo individual o colectivo a la batalla—deserción y tregua improvisada— es una constante en la historia y, por tanto, un tópico literario. Para el primer caso, podríamos citar los famosos versos de Arquíloco (fr. 5 W) y Horacio (Carm. 2.7.). Para el segundo, Lucano (4.168-205):

Allí, no muy distantes, y con livianas vallas

los reales se asientan. Y al mediar poco espacio,

y conseguir los ojos reconocer los rostros,

(allí se pueden ver padres, hijos y hermanos)

advierten la vileza de las guerras civiles.

Un instante el temor paralizó las lenguas:

saludan con el gesto y agitando las armas.

Pero, luego, inflamados por impulsos de afecto,

la disciplina quiebran, y el soldado se atreve

a traspasar las vallas, con los brazos abiertos

para el abrazo. Uno, por el nombre al vecino

requiere; a su allegado, éste invoca; suscita,

otro, tiempos comunes de la escolar infancia;

ningún romano logra no amar a un adversario.

Bañan lágrimas armas, sollozos besos cortan,

y, aún no maculado por la sangre, el soldado

por lo que pudo hacer se estremece. […]

[…]

Paz había; y los milites, de un castro a otro, juntos

erraban; concordados, dura grama sirviéndoles

de mesa, convivían con solidario Baco;

brillan fuegos campestres y, común la yacija,

insomnes noches pasan narrando sus hazañas:

en qué lugar lucharon primero; de qué diestra

partió la lanza. Mientras exageran sus glorias

y sus errores niegan, van cediendo al destino:

renuevan, desdichados, la lealtad, y agravan

con el afecto crímenes que ellos mismos perpetren.

(traducción de M. Roldán [versión original])

Lucano

Lucano

El poeta no desaprovecha la oportunidad de incluir en su Farsalia el episodio histórico de la tregua improvisada durante la campaña de Lérida (verano del 49 a. C.) en la guerra civil de César y Pompeyo. En un poema tan fúnebre, pesimista y subversivo, en cuyos versos se encuentran serpientes, tempestades y crímenes, en el que los hombres son crueles y la naturaleza anuncia el fin del mundo, este breve momento de felicidad resulta aparentemente extraño. En realidad, se trata de una inversión más de lo establecido: entre conciudadanos, donde debería haber paz, hay guerra; entre soldados, donde debería haber guerra, hay paz. Esta ironía trágica sintetiza a la perfección la idea de las guerras civiles: los mismos que ahora son hermanos, después estarán matándose. Y en el relato, la propia confraternización, antes que aliviar la tensión narrativa, la acentúa (omne futurum creuit amore nefas, 4.204-5). Con todo, reconforta observar la inclinación natural del hombre a la concordia: es poderosa la imagen del soldado que desobedece el mando para abrazarse a su adversario. Sustituyen así el combate por un sencillo banquete a la luz de la hoguera y dejan de intercambiar proyectiles para intercambiar historias. Por eso, Lucano invoca (4.189-191):

nunc ades, aeterno conplectens omnia nexu.

o rerum mixtique salus Concordia mundi

et sacer orbis amor.

(¡Ahora vengas, Concordia! Y con eterno vínculo

anudes todo; tú, renovación del mundo

y de sus elementos armonía; sagrado amor universal.)

De la misma manera, 1988 años después, en otra guerra civil, soldados de ambos bandos salían de sus trincheras a encontrarse en un campo de fútbol de la Casa de Campo. Pedro Corral cuenta este episodio en Desertores (pp. 372-375). Curiosamente, aparecen los mismos elementos del abrazo, la conversación y el alcohol que en la tregua de Lérida:

El comisario político de la 6.ª División, Isidro Hernández Tortosa, llegó también al lugar de los hechos. Su declaración es muy explícita acerca de su reacción ante lo que vio: «Rápidamente llegamos allá y pudimos comprobar el caso bochornoso de que ambos bandos se abrazaban y se besaban». Lo sorprendente es que las mismas fuerzas se habían tiroteado con saña el día anterior. (…) Entre los papeles de la causa abierta por la justicia militar republicana por este episodio, se conserva una nota que uno de los soldados franquistas entregó a otro del Ejército Popular para que se la hiciera llegar a su novia, que residía en el pueblo barcelonés de Cardona, en la retaguardia republicana. La nota, evidentemente, no llegó nunca a su destinataria: «Querida Rosa: Hoy en este frente somos todos hermanos, bebiendo una botella de cognac con los camaradas que tan buenos son. Espero vernos pronto. Abrazos. José Gómez».

Ambos episodios son tan solo dos ejemplos de las numerosas treguas improvisadas que sucedieron en la historia, no solamente en guerras civiles (recuérdese la famosa tregua de la Navidad de 1914 en la Primera Guerra Mundial). Lucano, como poeta, capta la esencia del fenómeno y la expresa en dos dáctilos y medio: rupit amor leges (4.175).

 

REFERENCIAS

Housman, A. E. (1927). M. Annaei Lucani Belli Ciuilis libri decem. Oxford: Blackwell.

Roldán, M. (1995). Lucano: Farsalia. Córdoba: Universidad de Córdoba.

Corral, P. (2006). Desertores: la Guerra Civil que nadie quiere contar. Barcelona: Debate.

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Infancia, lectura y felicidad en Alan Pauls: autobiografía y cruce de géneros

Infancia, lectura y felicidad en Alan Pauls: autobiografía y cruce de géneros

MARIA XIMENA VENTURINI

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Alan Pauls

El escritor argentino Alan Pauls (Buenos Aires, 1959) es autor de diversas obras narrativas, además de ensayista, guionista, crítico de cine y profesor universitario. Colabora habitualmente con los suplementos culturales de prestigiosos periódicos latinoamericanos, como el argentino Página/12 o el brasileño Folha de Sâo Paulo. Ha publicado ensayos sobre escritores como Manuel Puig o Jorge Luis Borges. En 2003 obtuvo el Premio Herralde de Novela con su obra El pasado.

En su ensayo La vida descalzo (2006), Pauls juega con los géneros cruzando recuerdos íntimos, autobiografía y autoficción, para lo cual se vale de recursos textuales, como un marcado uso de la primera persona, y paratextuales, como fotografías de su niñez. En su novela Historia del llanto (2007) —que pertenece a una trilogía sobre los años setenta que comprende también Historia del pelo e Historia del dinero— vuelve a la narrativa propiamente dicha, con un narrador en tercera persona y aproximándose al género testimonial. En ambos textos se subraya la presencia de un yo autobiográfico, que junto con la niñez recuerda también los tiempos convulsos de la Argentina de los años 60.41R5PRSEKiL._SX291_BO1,204,203,200_

Pauls plantea el yo narrador de La vida descalzo desde su título, aparentemente agramatical. El texto está compuesto de diez fotografías y diez textos breves, que comentan la relación del narrador con la playa, al mismo tiempo que subrayan la desnudez del cuerpo infantil. El espacio que se rememora es el de los balnearios —argentinos como Villa Gesell, uruguayos como Cabo Polonio—, en la década de 1960, con la compañía de su padre. La infancia feliz aparece íntimamente ligada al espacio de la playa, como también están asociadas con la felicidad las primeras lecturas o las primeras películas. La playa es el «lugar que se asocia con la forma más perfecta de la felicidad» (Pauls 2006: 123) y conforma un notable paralelo con el descubrimiento de la literatura, «el otro lugar que tiene la forma de la felicidad perfecta» (Pauls 2006: 125). Este yo adulto que escribe (y reescribe) la infancia es una construcción narrativa de lo autobiográfico; como señala Rodríguez Montiel (2018: 63), se trata de «una impostura para proyectarse públicamente en el presente». La reconstrucción de la infancia del niño lector sigue un procedimiento proustiano, en que un poco de fiebre conduce al personaje al descubrimiento del placer de la lectura (Villanueva 2019: 7). Al igual que Borges, a quien ha estudiado magistralmente, Pauls se presenta encontrando en la biblioteca una forma de felicidad.

El personaje principal de Historia del llanto es también un niño lector, que en este caso, encuentra una forma de identificación en el cómic, concretamente en el personaje de Superman. Su relación con las historietas tiene una intensidad extrema, pues casi no puede apartarse de las páginas, fascinado por el superhéroe:

Porque de Superman, héroe absoluto, monumento, siempre, cuyas aventuras lo absorben de tal modo que, como hacen los miopes, prácticamente se adhiere las páginas de las revistas a los ojos, aunque menos para leer, porque todavía no lee, que para dejarse obnubilar por colores y formas, no son las proezas las que lo encandilan sino los momentos de defección, muy raros, es cierto, y quizá por eso tanto más intensos que aquellos en que el superhéroe, en pleno dominio de sus superpoderes, ataja en el aire el trozo de montaña que alguien deja caer sobre una fila de andinistas, por ejemplo, o construye en segundos un dique para frenar un torrente de agua devastador, o rescata en un vuelo rasante la cuna con el bebé que un camión de mudanzas fuera de control amenaza con aplastar (Pauls 2007: 9).

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Estas lecturas son también un primer acercamiento a lo que el niño entenderá, siendo adulto, sobre la felicidad: una ilusión, un artificio inalcanzable que remite al paso de la niñez a la adultez, una certeza de lo imposible. Como enuncia el narrador:

En la felicidad [...], como en cualquiera de sus satélites, no encuentra más que artificio, no exactamente engaño ni simulación, sino el fruto de un artesanado, la obra más o menos trabajosa de una voluntad, que puede entender y apreciar y a veces hasta comparte, pero que por alguna razón, viciada como está por su origen, siempre parece interponer entre él y ella una distancia, la misma, probablemente, que lo separa de cualquier libro, película o canción que representen o giren alrededor de la felicidad. [...] La dicha es lo inverosímil por excelencia. No es que no pueda hacer nada con ella. En un sentido más bien al contrario, como después de todo lo prueban él mismo, el oficio al que se dedica, su vida entera. Pero cuanto haga con Lo Feliz, como después, también, con Lo bueno en general, está ensombrecido por la desconfianza. Y por Bueno él entiende grosso modo el rango de sentimientos positivos que otros suelen llamar bondad humana…  (Pauls 2007: 16-17).

En estos dos textos de Pauls, el elemento autobiográfico remite a una experiencia personal de la lectura como una forma de conocimiento, pero también —sobre todo— de felicidad. Los niños protagonistas son personajes sensibles, que encuentran cobijo en el cine, en la literatura, en las playas; todos ellos forman una parte esencial de los recuerdos y memorias del yo narrador, sea a través de la primera persona o de la tercera. Con estos recursos, Pauls construye una estetización íntima de la infancia argentina del siglo XX.

REFERENCIAS

Pauls, Alan (2006) La vida descalzo, Buenos Aires, Sudamericana.

Pauls, Alan (2007) Historia del llanto, Barcelona, Anagrama.

Rodríguez Montiel, Emiliano (2018) «Infancia e impostura en La vida descalzo de Alan Pauls»Badebec Vol.7, n° 14, pp. 54-66.

Villanueva, Graciela (2019) «La felicidad en La vida descalzo (2006) e Historia del llanto (2007) de Alan Pauls». Crisol, n° 4, pp. 1-14.

 

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