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Universidad de Salamanca
La felicidad en la Historia (FELHIS)
Blog de divulgación del proyecto «La felicidad en la Historia: de Roma a nuestros días. Análisis de los discursos»
 
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Contar los días de felicidad

Contar los días de felicidad

GUILLERMO APRILE

En una entrada anterior de este blog se mencionó al historiador británico Edward Gibbon, quien en el siglo XVIII expresaba unas ideas sobre la relación entre felicidad e historia que continúan vigentes hoy en día. En esta ocasión, es necesario volver a su monumental texto para mencionar una breve anécdota que ilustra tanto la incompatibilidad entre la felicidad y el poder político como —quizás de forma involuntaria— una difundida costumbre, habitual también en el mundo antiguo, de «contar los días felices» que una persona había vivido.

Es sabido que el Decline and Fall of the Roman Empire de Gibbon continúa más allá de la caída del imperio romano de Occidente, para abarcar prácticamente todos los acontecimientos del mundo mediterráneo durante buena parte de la Edad Media. En el capítulo 52 de la obra, dedicado a las conquistas de los árabes, el autor analiza la España del califato Omeya y se detiene un momento a describir en detalle el lujo extraordinario de la vida del primer Califa de Córdoba, Abderramán III, famoso por haber erigido la Medina Azahara.

Abderramán III

Casi siguiendo el modelo de los historiadores romanos, que consideraban que la luxuria difundida en Roma tras las Guerras Púnicas y las Guerras Macedónicas había causado un declive moral, social y político en la Urbe, Gibbon cree que el excesivo desarrollo material del imperio árabe en el siglo X contribuyó a su decadencia. Para demostrar este argumento, presenta un texto que —asegura— fue escrito por el propio califa:

It may therefore be of some use to borrow the experience of the same Abdalrahman, whose magnificence has perhaps excited our admiration and envy, and to transcribe an authentic memorial which was found in the closet of the deceased caliph. “I have now reigned above fifty years in victory or peace; beloved by my subjects, dreaded by my enemies, and respected by my allies. Riches and honours, power and pleasure, have waited on my call, nor does any earthly blessing appear to have been wanting to my felicity. In this situation, I have diligently numered the days of pure and genuine happiness which have fallen to my lot: they amount to FOURTEEN: —O man! place not thy confidence in this present world!”

La fuente de este relato es, según aclara el propio historiador en el aparato crítico, la Histoire de l’Afrique et de l’Espagne sous la domination des Arabes, un libro publicado en 1765 por orientalista francés Denis Dominique Cardonne. La maestría retórica de Gibbon se hace evidente cuando se compara su versión de la anécdota con la menos efectiva de Cardonne (que puede leerse aquí), quien por otra parte no ofrece ninguna información sobre el origen de la historia, más allá de decir que «L’on trouva, après sa mort, dans ses papiers, ces paroles écrites de sa main». Es de suponer que ese texto, de haber existido realmente, fuera con toda seguridad apócrifo. Sin embargo, en ambas versiones (la de Gibbon y la de Cardonne) se hace referencia a una costumbre habitual en los pueblos de la Antigüedad, y de la que existen numerosos testimonios literarios: contar la cantidad de días felices (e infelices) de la propia vida.

Este hábito era atribuido por algunos escritores grecorromanos a ciertos pueblos orientales. El historiador griego Filarco, en el siglo III a.C. (citado por el sofista del siglo II d.C. Zebonio) comentaba que los escitas tenían la siguiente costumbre:

Φύλαρχος φησί τους Σκύθας μέλλοντας καθεύδειν άγειν την φαρέτραν, και ει μεν αλύπως τυχοιεν την ημέραν εκείνην διαγαγόντες, καθιέναι εις την φαρέτραν ψηφίδα λευκήν· ει δε όχληρώς, μέλαιναν. Επί τοίνυν των αποθνησκόντων εκφέρειν τας φαρέτρας και αριθμείν τας ψήφους και ει  ευρεθείησαν πλείους αι λευκαι , ευδαιμονίζειν τον απογενόμενον (Zen. Cen. VI 13)

Dice Filarco que los escitas, al acostarse, llevan consigo su carcaj y si han pasado un día libre de sufrimientos, dejan caer en el carcaj una piedra blanca; si han pasado un día irritante, una piedra negra. De esta forma, después de la muerte de una persona, cogen su carcaj y cuentan las piedras, y si encuentran que hay mayor cantidad de blancas, el difunto fue feliz. (Trad. del autor)

Un lujoso carcaj escita de oro

Plinio el Viejo, hablando sobre la felicidad humana en el libro séptimo de la Historia Natural, también comentaba esta costumbre, que atribuía sin embargo a los tracios. Consideraba además que se trataba de una superstición, pues no permitía valorar la verdadera felicidad que había tenido en vida una persona:

Vana mortalitas et ad circumscribendam se ipsam ingeniosa computat more Thraciae gentis, quae calculos colore distinctos pro experimiento cuiusque diei in urnam condit ac supremo die separatos dinumerat atque ita de quoque pronuntiat, Quid, quod iste, calculi candore illo laudato die, originem mali habuit? Quam multos accepta adflixere imperia! Quam multos bona perdidere et ultimis mersere supplicis (Plin. Nat. 7.40.131)

Los mortales, vanos e ingeniosos para engañarse a sí mismos, calculan a la manera de los tracios, quienes colocan en una urna piedras de colores diferenciados según como haya resultado cada día y el día de la muerte los separan y cuentan y así se informa sobre cada uno. ¿Qué decir de que ese día, alabado por la blancura de su piedra, fue el comienzo de su mal? ¡Cuántos fueron víctimas de poderes que recibieron! ¡Cuántos fueron destruidos y hundidos en los mayores sufrimientos por cosas buenas! (Trad. del autor)

Más allá de las diferencias sobre el origen de esta costumbre, no cabe duda de que era bien conocida si no practicada también en Roma. Los poetas latinos, en numerosas ocasiones, se valen de la figura de la «piedra blanca» o la «marca blanca» para referirse a un día particularmente afortunado

quare illud satis est, si nobis is datur unis

quem lapide illa dies candidiore notat. (Cat. 68.147-148)

Por lo tanto me basta con que ella

me dé solo los días que señala

con la piedra más blanca. (Trad. de J. A. González Iglesias)

restitutis cupido atque insperanti, ipsa refers te

nobis. o lucem candidiore nota! (Cat. 107.5-6)

A mí, que había pedido ese deseo

vuelves, a mí que ya ni lo esperaba

¡Oh día que merece señal blanca! (Trad. de J. A. González Iglesias)

Cressa ne careat pulchra dies nota (Hor. Carm. 1.36.10)

No falte en el bello día la señal cresa (Trad. de M. Fernández Galiano

No resultaría extraño que, quienes hayan formulado la historia de los catorce días felices de Abderramán III, conocieran bien que entre griegos y romanos era frecuente llevar un registro más o menos detallado de los días felices e infelices que vivía una persona. Si bien no existen testimonios antiguos de que un rey, general o emperador tuviese también esta costumbre la cuestión de la infelicidad en el ejercicio del poder, otro tema sobre el que los antiguos habían reflexionado in extenso hace relativamente sencillo imaginar la historia de un gobernante cuyo conteo de días afortunados resultase bastante exiguo.

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Carpe diem o la felicidad efímera en progreso

Carpe diem o la felicidad efímera en progreso

RAFAEL PONTES VELASCO

¿Cómo interpretamos el tópico horaciano del carpe diem en tiempos de pandemia? ¿Qué nos quieren decir exactamente los que, después del relato de numerosas desgracias compartidas, se despiden de nosotros con la resignada expresión “día a día”? ¿Se acercan al estoicismo del day by day con el que un desolado Rambo, espartano de los años 80, contestaba al coronel Trautman cuando este le preguntaba, al final de la película, por sus próximos e inciertos pasos? ¿Se refieren al más moderno YOLO, acrónimo de you only live once, con el que los jóvenes de la década pasada apostaban por un estilo de vida audaz y sin renuncias?

Todas estas posibilidades y muchas más caben en el carpe diem, o carmen díez si atendemos al argot humorístico de hace veinte años. El tópico se revisa en cada época y, últimamente, casi en cada instante. Carpe diem no significa lo mismo hoy, 18 de marzo de 2021, que a principios de 2020. El coronavirus ha cambiado nuestra percepción y el miedo ha provocado que la bella máxima de Horacio se pronuncie con más precaución que optimismo: abraza la mañana si puedes, porque esta tarde una infección podría amargarte y contraerte. En la noche es mejor que no pensemos, al menos por ahora.

Carpe diem también equivale a “la vida son dos días”, si bien el abstracto 1 se nos antoja más duradero y contundente que el concreto 2. Su mención implica que ni siquiera planifiquemos el trabajo pendiente que nos agazapará dentro de una hora, que olvidemos por un momento la dureza de la realidad. Somos más conscientes que nunca de la incertidumbre, de la fuerza de lo inesperado en su sentido negativo. Nos mostramos desconfiados, temerosos de anunciar promesas, prudentes hasta en el pronóstico más conservador. “Distancia” es la palabra clave, el signo de nuestro tiempo: clases a distancia, distancia de seguridad, distancia para que la verdad no nos dañe.

Los innumerables besos que Catulo generosamente repartió en su “Carmen V” son tal vez los que la mascarilla impide que demos hoy. El caprichoso equilibrio exige que a pocos se les dé lo que a la mayoría se le niega. También su viceversa. La felicidad es efímera y resulta difícil no sentirse culpable en su presencia. Paradójicamente la agarramos con toda la valentía de la que somos capaces, la cosechamos a contracorriente sin saber a ciencia cierta durante cuánto tiempo podremos disfrutarla. ¿Tenemos derecho a ella o acaso es nuestra única obligación? No nos engañemos. Los clásicos nos dicen que la felicidad es un imperativo (“aprovecha, vive el hoy”) y sabemos que somos más felices cuando cumplimos con nuestro deber.

Los actos nobles son valiosos por sí mismos, y por tanto más meritorios, en la medida en que ignoramos si habrá un futuro en el que se nos recompense por ellos. Más bien, sospechamos que no lo habrá. Con todo seguimos, pequeños héroes de la cotidianidad, trabajando como si no hubiera un mañana en el sentido literal de la expresión. Quizá la única certeza sea que un día estuvimos contentos, o al menos Horacio y Catulo se sintieron así durante largas etapas de sus vidas y nada impide – a priori – que algunos de nosotros también lo estén o lo estemos.

En el esplendor del subjuntivo (deseos, dudas, miedos), el imperativo carpe diem sugiere algo más que una invitación. Su necesario reverso, complementario por su tono, es memento mori. Los dos lemas conllevan una advertencia y se justifican recíprocamente. En esta dirección, el poeta Antonio Rodríguez Jiménez (Albacete, 1978) observa que la fugacidad de la vida atañe a la literatura menos que a nuestra existencia real. Más acá de la dicción y de la ficción, en un plano material que el arte y la cultura no alcanzan, existe una muerte que va en serio. Como se deduce de su poema “Memento mori”, no hay manera de maquillar ni mitigar el dolor que produce:

Los sabios nos recuerdan que la muerte

da sentido a la vida,

que si amamos, sentimos o reímos

se debe a que, algún día, todo habrá terminado,

se habrá cerrado el círculo y al fin conoceremos

la última anotación del pergamino.

Lo dicen los filósofos y Borges,

los gurús de culturas muy lejanas.

La muerte de la que hablan no es la nuestra,

sino la medieval de los grabados,

unos huesos con túnica y guadañas.

Ellos piensan en Séneca recostado en su tina

o en Hamlet escuchando los clarines de Fortinbras.

La muerte es el final, pero de un libro,

el último estertor de un personaje.

De la otra, de la ausencia que te hace ser un alga

incolora en el fondo del más puro silencio,

de la muerte que infunde el pánico y te empuja

como un perro furioso contra el mundo,

de esa saben muy pocos.

Casi peor que la muerte es la enfermedad. El carpe diem está ligado a la juventud, pero también a la consciencia de que la plenitud no dura para siempre. El solo hecho de pensar en el tópico latino, más aún si escribimos sobre ello, implica una edad indefinida, una sensación de eternidad casi incompatible con los años sucesivos. Que la literatura se conciba como una de las artes temporales raya el oxímoron, como contradictorio es el concepto que Rodríguez Jiménez señala en su poema “Poesía joven”:

No existe poesía joven,

por más que la defiendan los dueños del mercado

o intenten explotarla los continuos antólogos.

Los jóvenes extienden sus cuerpos sobre el césped,

dormitan en las aulas o sudan abrazados

en terrenos de juego.

Los jóvenes maltratan su salud en la calle,

trepan hasta las altas cornisas del peligro

y absorben la amargura con soberbia de dioses.

Los jóvenes no pierden su tiempo entre los libros,

viven en un ardiente destello de inconsciencia

que no da para más.

No existe poesía joven.

La magia que desprende el pulso del lenguaje

no tiene condición ni cabe dentro

de la estrecha pantalla de un cronómetro.

No conoce la edad: De sobra sabes

que la hierba de Whitman crece desde el futuro

y que el dedo de Horacio seguirá señalando

cada generación que se ha agotado.

Anacreonte sigue teniendo veinte años

y Safo es la mujer más libre que conozco.

La luz de los veranos de Eloy Sánchez Rosillo

suena siempre distinta,

como el color del mar en La Odisea.

Si padeces la misma maldición que Narciso,

tienes envejecida la pulpa del espíritu.

Vieja tu alma, vieja tu manera

de esconderte del mundo.

Viejo el dolor que muestras orgulloso

como los tatuajes de los marinos viejos.

Vieja la enfermedad de verte indemne

aun en el canto último del cisne.

Viejo seguir la senda de los muertos.

Vieja la hermosa farsa de tu vida.

Tiempos tan duros como los que padecemos en la actualidad, tan inéditos para todos nosotros, requieren nuevas herramientas de interpretación. La tradición nos ayuda y nos prepara hasta un punto muy alto, pero quizá ya no resulte suficiente y debamos dar un paso más. No es lo mismo el entrenamiento que el partido. José Luis García Martín, en “A un dios desconocido”, nos da una pista de los dones que podemos pedir de manera realista: “Dame pobres placeres repetidos / no un único diamante en la memoria”. Enrique Lihn ofrece un consuelo a los que escribimos, extrapolable a los que se dedican a cualquier otra actividad, en su poema “Porque escribí”: “Escribí / y hacerlo significa trabajar con la muerte / codo a codo, robarle unos cuantos secretos (…) / Pero escribí y me muero por mi cuenta, / porque escribí porque escribí estoy vivo”.

Esto es lo que proponemos para que el carpe diem contribuya a la felicidad en tiempos de pandemia: un hoy efímero, sí, pero progresivo. Se trata de un work in progress que demanda una labor constante de renovación y mayor humildad que nunca. La felicidad se siembra y los frutos pueden llegar o no, aunque suelen hacerlo de un modo u otro. Los tres pilares en los que se sostiene esta ética fugaz, adaptada a lo inmediato, son la valoración de lo que tenemos, el intento de recordar con agradecimiento e incluso recobrar lo que tuvimos y, posiblemente, la reducción de las aspiraciones. Como escribe Rodríguez Jiménez en el poema final de su libro Nuestro sitio en el mundo, a la postre es el amor – paterno, en su caso – el que propicia el balance deseable entre la eternidad y el carpe diem:

 

CUANDO FUIMOS ETERNOS

Para Vega

Leí en alguna parte que la muerte no tendrá señorío

y hoy comprendo por qué:

Duermes sobre mi pecho con tu piel confiada

y tu sonrisa inmensa reposando en su cofre.

Dice un viejo poema que la muerte no encontrará dominio

y es más fácil creerlo con tu aliento en la cara,

con esta sangre nuestra que alimenta tu cuerpo

y este sueño arropando la intemperie del mío.

Es fácil entender que no habrá señorío

de la muerte en la casa donde fuimos eternos,

completos y felices como antorchas prendidas

que espantan a la muerte con su fuego tan vivo.

 

Referencias:

Catulo (2006): Poesías, Madrid, Cátedra.

Cosmatos, George Pan (1985): First Blood Part II, USA, TriStar Pictures.

García Martín, José Luis (1992): El pasajero, Granada, La Veleta.

Horacio (2004): Odas y Epodos, Madrid, Cátedra.

Lihn, Enrique (1995): Porque escribí. Antología poética, Chile, Fondo de Cultura Económica.

Rodríguez Jiménez, Antonio (2020): Nuestro sitio en el mundo, León, Eolas Ediciones.

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