Lo frágil de la felicidad
DAVID KONSTAN
(Ofrecemos una traducción al español del texto de David Kontan publicado en inglés en una entrada anterior de esta página)
Como es sabido, Aristóteles afirmó que la única cosa que todas las personas coinciden en considerar el objetivo de la vida es la felicidad, o más exactamente, la eudaimonia. Escribe: «En teoría, hay bastante acuerdo entre la mayoría. Tanto el pueblo raso como las personas refinadas dicen que es la felicidad [eudaimonia], y suponen que ser feliz es lo mismo que vivir bien y estar bien. Pero sobre la felicidad, no hay acuerdo acerca de lo que es, y el pueblo común no da la misma respuesta que los sabios» (Ética a Nicómaco 1.1.4, 1095a*). Aristóteles observa que la gente común identifica la felicidad con el placer, la riqueza, el honor, o —cuando están enfermos— con la salud. Luego pasa a examinar cada una de estas afirmaciones, pero la idea de que la felicidad como tal es deseable permanece incuestionable.
Sin embargo, hubo una voz disidente —o eso parece— en la Antigüedad: la de Jenofonte, un contemporáneo de Platón que también escribió diálogos socráticos, así como una continuación de la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides, entre muchas otras obras. En una de ellas, llamada “Reminiscencias” o, según su nombre en latín, Memorabilia, Jenofonte registró una serie de conversaciones socráticas que escuchó él mismo o de las que se enteró por otros. El objetivo general de estos diálogos, dice Jenofonte, era redimir la reputación de Sócrates, que había sido condenado a muerte por introducir nuevos dioses y corromper a los jóvenes. En un momento dado Sócrates se entera de la existencia de un joven educado de nombre Eutidemo, que sin embargo es tímido y un poco engreído, por lo que evita unirse a las conversaciones que Sócrates estimula. Así que sale en su búsqueda y lo pone a prueba, demostrando tras un habitual interrogatorio socrático que Eutidemo, a pesar de poseer una gran biblioteca, no sabe realmente lo que cree saber. Después de desafiar al pobre muchacho en una serie de temas, le pregunta si se conoce a sí mismo, como manda la inscripción en el templo del oráculo de Delfos. Sócrates observa además que el conocimiento de sí mismo debe incluir la comprensión de lo que es bueno y lo que es malo. La primera respuesta de Eutidemo es que la salud es buena y la enfermedad mala, pero Sócrates muestra que la salud puede traer a veces a consecuencias desafortunadas, como cuando una persona enferma evita hacer un viaje en el que el barco se hunde, y todos los que tenían buena salud mueren ahogados. A continuación, Eutidemo presenta como bien inequívoco la sabiduría, o lo que los griegos llamaban sophia, pero Sócrates demuestra que incluso esta cualidad más intelectual puede traer malos resultados. Pone de ejemplo a Dédalo, que diseñó el laberinto donde estaba encerrado el Minotauro y las alas con las que él y su hijo Ícaro pudieron escapar, con consecuencias fatales para Ícaro, y para él mismo, puesto que luego fue capturado y vendido como esclavo.
Convencido de que la sabiduría, o al menos cierta reputación de inteligencia, puede también tener efectos negativos, Eutidemo presenta lo que cree que es un bien absoluto e indiscutible, ser feliz (to eudaimonein, Mem. 4.2.34); a todas luces una apuesta segura, si nos atenemos a las afirmaciones de Aristóteles. Pero Sócrates presenta una objeción incluso a esto. Comienza observando que sería cierto, si la felicidad no estuviera compuesta por bienes que son en sí mismos ambiguos. Al fin y al cabo —se pregunta— ¿a qué equivaldría la felicidad si no incluyera un buen aspecto, fuerza, riqueza, reputación y toda esa clase de cosas? Cada una de estas partes constituyentes, sin embargo, está sujeta a sus propias dificultades: los muchachos demasiado bellos pueden corromperse, los fuertes emprenden tareas que van más allá de sus capacidades, los ricos son vulnerables a conspiraciones contra ellos, y muchos de quienes tienen poder en el estado han sufrido graves perjuicios. Ante esto, Eutidemo se rinde y dice: «Si ni siquiera tengo razón en alabar la felicidad, entonces confieso que no sé qué se debe pedir a los dioses» (4.2.36).
Entonces, ¿estaba equivocado Aristóteles y la felicidad —como sea que se la defina— no es el fin último? Por supuesto, podríamos negar que la felicidad correctamente entendida se constituya a partir de tales ventajas materiales, aunque Sócrates ya ha demostrado que incluso la sabiduría no es un bien inequívoco. Además, hay razones para pensar que Sócrates no abandona del todo la eudaimonia como ideal. Anteriormente Jenofonte dice que Sócrates pensaba que las personas que aman el conocimiento y tienen talento para ello podrían, si se educan adecuadamente, ser felices y también permitir que otros seres humanos e incluso ciudades enteras sean felices (4.1.2). Pero ¿qué tipo de educación requeriría esto? Puesto que Sócrates ha confundido a Eutidemo a tal punto que duda no sólo de la naturaleza de la felicidad, sino también del significado de la democracia y de quiénes deben ser considerados ricos o pobres, el joven reconoce su propia ignorancia y decide pasar el resto de su vida en compañía de Sócrates. En ese momento, nos dice Jenofonte, Sócrates dejó de perturbar al joven y comenzó a explicarle de forma sencilla y clara lo que creía necesario saber y hacer. Este no se parece al Sócrates que conocemos por los primeros diálogos de Platón, que negaba saber nada salvo el hecho de ser ignorante, y que no predicaba ninguna doctrina positiva. ¿Qué explicó entonces el Sócrates de Jenofonte al joven Eutidemo? La respuesta se encuentra en el siguiente capítulo de los Memorabilia, donde Sócrates lo alecciona sobre cómo los dioses han creado el mundo y el cuerpo humano de una manera tal que revela su profunda preocupación por nuestro bienestar. Sócrates concluye que la devoción por los dioses es el camino más seguro para conseguir todas las cosas buenas (4.3.17). En una palabra, el único rasgo inequívocamente positivo en los seres humanos es la piedad, un tema que recorre toda la obra de Jenofonte, y que puede incluso producir esas cosas buenas que son esenciales para la eudaimonia.
Traducción: Guillermo Aprile