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Universidad de Salamanca
GIR “Historia Cultural y Universidades Alfonso IX”
(CUNALIX)
 
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Historia de las Universidades Hispánicas (siglos XV-XIX). Univ. Colegiales

Historia de las Universidades. Historia de las Universidades Hispánicas (siglos XV-XIX)

El siglo XVI sería escenario de la fundación de numerosos colegios en la península – ya antes aparecen algunos, incluso el mayor de San Bartolomé o Viejo de Salamanca -. El modelo de estas fundaciones es, sin duda, San Clemente de los españoles en Bolonia, creado en 1364 por el cardenal Gil de Albornoz quien, por enemistad con Pedro I el cruel, permaneció durante parte de su vida en Italia. Sin embargo, la distancia cronológica desde esta primera aparición – el hallarse en un territorio distinto, junto a la universidad boloñesa – sugiere que no sea la causa inmediata de las numerosas fundaciones peninsulares de la edad moderna. El más próximo y más antiguo en Salamanca es el colegio de Oviedo o de pan y carbón en el siglo XIV. Pero, ni por su dotación ni sentido, puede ser asimilado a San Clemente…

Más bien se debe atribuir a modelos ingleses de Oxford y Cambridge y, sobre todo, a los colegios parisinos, la extraordinaria expansión de estas instituciones en España y en América. Mas en aquellos centros se daba una enseñanza y la universidad se formaba con el conjunto de numerosas instituciones docentes. San Clemente o San Bartolomé no tuvieron esa finalidad como primordial, sino acoger estudiantes pobres, para que residiendo en los colegios durante un período de tiempo – unos ocho años – pudieran obtener sus grados en la universidad de Bolonia o de Salamanca…

Su organización, por tanto, es relativamente sencilla. En el colegio menor de Pan y Carbón, según sus primeras constituciones, residían seis colegiales pobres, estudiantes de cánones, que procedían de la diócesis de Oviedo y, en su defecto, de Palencia o Toledo; después se dividirían las becas por igual entre los originarios de las tres diócesis. El rector sería elegido por el catedrático de Decretales y el rector salmantino de castellanos, y, si no hubiese acuerdo, decidiría el obispo de Salamanca; debería administrar los bienes, dando una cantidad trimestral a cada colegial para que se administre su beca, aparte dedicar el resto a las necesidades colectivas… El colegio menor del arzobispo de Toledo, con mayor número de becas – ocho para canonistas y cuatro para teólogos – elegía directamente, como es general, su propio rector y dos consiliarios, todos ellos anuales, de entre los mismos colegiales. Resulta un tanto sorprendente esta fundación del prelado toledano Alonso Carrillo, noble señor al que Fernando del Pulgar, aunque reconoce su gran corazón y su generosidad, le retrata como «hombre belicoso, e siguiendo esta su condición placíale tener continuamente gente de armas, e andar en guerras e juntamiento de gentes», así como dado a buscar minas y tesoros o a gastar en el arte de la alquimia, pensando hallar grandes riquezas. No obstante fundaría también este colegio como fruto de su disposición a dar y distribuir riquezas…

Las constituciones del colegio mayor de San Bartolomé nos proporcionan una organización más compleja. Sin duda, eran mayores sus riquezas y el número de sus colegiales y, sobre todo, se presenta con una intención más elevada, ya que sus becarios eran ya bachilleres y aspiraban, en sus ocho años de estancia, a un grado mayor. Entonces, dado que la licenciatura y doctorado eran grados intracadémicos, eran personas destinadas a la universidad o a más altos empleos. En las constituciones del colegio aparecen quince estudiantes, que eligen un rector anual, con sus tres consiliarios, que forman una comunidad autónoma – ninguno de ellos podría ser rector de la universidad-. Después, el personal del colegio está formado por cuatro capellanes, cuatro familiares – especie de criados distinguidos -, un cocinero, un despensero… Para la administración un procurador y un receptor. El colegio sólo podría ser visitado por un beneficiado de la catedral de Salamanca, elegido por el capítulo… Como en la mayoría de los colegios, en todos los mayores, se establece el estatuto de limpieza de sangre como requisito para ser colegial, es decir, que no pueden ser descendientes de moros o judíos…

Desde los inicios el colegio de San Bartolomé pudo establecer enseñanzas de teología y derecho canónico; incluso se autorizó a sus colegiales a enseñar fuera, si son numerosos los asistentes. Desde luego, celebraban conclusiones y actos en el colegio. Incluso, en ocasiones, pretendieron dar grados, si bien la universidad salmantina se resistió y logró vencerle. Ya hemos visto cómo, al fin, los colegiales fueron dominando y apoderándose, en buena parte, de la universidad: sobre todo, de las cátedras de leyes y cánones… En los estatutos de 1524 se refleja ya, del lado colegial, las votaciones que hacían internamente para decidir quién, de los varios firmantes, debería hacer la oposición a una cátedra. Más adelante, con la coligación de los seis mayores, con el turno exclusivo de cada uno de los cuatro colegios salmantinos, se delimitaron áreas y estrategias, hasta desembocar en un dominio absoluto sobre las facultades jurídicas. El colegio que había surgido con dos fines esenciales – beneficencia para estudiantes pobres y formación de futuros profesores – olvidó en buena parte su primitivo destino; dejó entrar a personas más o menos acomodadas y, aunque dispuso de las cátedras, éstas fueron de paso para más altas magistraturas o prelacías. No obstante, no pudieron crear una universidad paralela, ni siquiera lograr una enseñanza regular notable en su recinto…

Son los colegios mayores residencias privilegiadas, semillero de profesores y de la alta burocracia de la corona o de la iglesia. Incluso los menores más difundidos en otras universidades que los crearon o integraron, tienen esa misma índole o carácter. Por su lado, en Salamanca o en otras universidades, los conventos de las órdenes religiosas proporcionaban a sus miembros análoga residencia y lugar de estudio; más vertidos hacia teología o filosofía, dominaban aquellas facultades.

Los demás estudiantes, los «manteístas», vivían en pupilajes o en casas particulares, bajo la vigilancia del rector y del maestrescuela; gozaban de menores perspectivas, dentro y fuera de las aulas.

Pero me interesa destacar cuándo un colegio se trasformaba en universidad. En ciudades donde no existía una universidad de tipo claustral o municipal, las posibilidades eran mayores. Se podían establecer estudios, que luego serían trasformados en una universidad, al alcanzar la facultad de conferir grados. Esta vía proporcionó cauce para la fundación de numerosas universidades durante los siglos XVI y XVII. Ya hemos indicado los escasos centros universitarios que surgieron en la península basados en los modelos medievales anteriores… En el último cuarto del XV el arcediano Juan López de Medina creó en Sigüenza el colegio de San Antonio de Portacoeli, al que se subordinaría una universidad, aprobada por el pontífice Inocencio VIII en 1489. Se establecía bajo la protección de la santa sede y de la corona, pero se reservaba el patronato, que, a su muerte, deberían ejercer dos personas, una designada por la catedral y la otra por el prior del convento de jerónimos. Velarían por el cumplimiento de las constituciones y el orden de los estudios, designan tres cátedras que llevan aparejada canongía… El poder interno del colegio de San Antonio está encomendado a un rector – ayudado de dos consiliarios – elegido por los trece colegiales en uno de ellos. El rector y consiliarios, como en Salamanca, velan más directamente sobre la disciplina y el funcionamiento del estudio, mientras el claustro pleno – formado por aquellos, más los colegiales y catedráticos y doctores – tienen un poder general, presididos por el canciller, que es el obispo o su provisor. El canciller, por lo demás, mantiene sus dos funciones esenciales: la jurisdicción del estudio y la colación de los grados. Los restantes cargos de la universidad dependen en sus nombramientos del colegio y todos, se sustentan de las rentas colegiales. Los catedráticos se nombrarían, por oposición, ante un tribunal compuesto por los dos patronos, el rector, un catedrático de la facultad y los colegiales que tuviesen deseo de asistir a las pruebas – es decir que estos últimos, con el rector eran decisivos a la hora de designar quién ocuparía la vacante -. En suma, todo el poder concentrado en el colegio, sin apenas presencia de los doctores y, desde luego, ninguna de los estudiantes.

No todos lo colegios se ajustaron a este esquema tan rígido, tan escasamente permisible a los claustros universitarios o a los estudiantes. La universidad de Alcalá de Henares, aunque en esencia, compartía esa dominación de la universidad por el colegio, permitió la votación de las cátedras por los estudiantes.

 

La universidad complutense

A imitación de Sigüenza y, sobre todo de París, va a ser fundada Alcalá de Henares por el cardenal Francisco Ximénez de Cisneros. Su proyecto y construcción desde la nada – pues apenas existen algunos estudios menores – significa un conste extraordinario al que pudo hacer frente el arzobispo de Toledo con sus inmensas riquezas. El pontífice Alejandro VI le permite erigir el colegio de San Ildefonso y dotarlo de enseñanzas. Redactadas sus constituciones en 1510, cuando ya está en funcionamiento, fueron aprobadas per Julio II y se alcanzó carta de confirmaci6n de la reina Juana, en 1512. Varias bulas posteriores concedieron privilegios por los pontífices y los reyes consolidaron el estudio.

Cisneros pretendió configurar su colegio con gran independencia y autonomía, pero el tiempo destruiría, en parte, su intención, mediante una paulatina intervención regia. En su constitución LXXI colocó a San Ildefonso y su universidad bajo la protección y patrocinio del monarca, por estar obligado un príncipe a cuidar de sus pueblos, y tanto más a quienes por amor a la sabiduría, se exponen a miseria y calamidades por ganar las almas. Asimismo serían protectores y patronos Cisneros, el arzobispo de Toledo y el duque del Infantado. Si los tiempos o la incuria de quienes dirigiesen el colegio disminuyese su estado o se ejerciera violencia contra él, debería acudirse a los dos últimos, y después al monarca. De otra parte, en la LXIII se ordena una visita anual por un miembro de la iglesia de los santos Justo y Pastor y, si no se nombrase por aquel cabildo, intervendría el arzobispado de Toledo.

En 1528 Bernardino Alonso, canónigo de San Justo advirtió graves desórdenes en su visita; sin duda, existían fuertes luchas en la universidad. Había habido irregularidad en la designación de colegiales y capellanes, por lo que se anuló y se castigó al rector y consiliarios a pérdida de su voto en el claustro colegial. Mas acudieron a la iglesia de Toledo en recurso, y nombrados nuevos visitadores, se anuló la privación de votos, al tiempo que se aclaraban algunas cuentas.

En 1555, con la visita del obispo de Segovia, Gaspar de Zúñiga, se consolida la intervención real. Carlos I, como patrono de la universidad, enterado de que las constituciones y visitas no se cumplen, quiere poner orden. El texto de Zúñiga trata de muy variados asuntos, con apelación constante a las constituciones cisnerianas; sobre todo, le preocupan las elecciones de colegiales o del rector, de los capellanes, así como la tasación de algunos gastos… También la votación de los estudiantes en las cátedras, para evitar sobornos y confabulaciones, es objeto de amplía atención por el visitador. Las sucesivas visitas reales de Juan de Obando en 1565 hasta la de García Medrano, un siglo después, vigilarían el funcionamiento de aquella universidad y colegio. Posiblemente no estaba en la mente de Cisneros una presencia real continuada, pero, al poner su obra bajo el patrocinio y protección del rey había abierto un camino llano – en todo caso, en Salamanca, donde fue algo más arduo, tampoco hubo resistencia -.

Cisneros concibió su fundación como una imitación de París, una universidad encarnada en un grupo de colegios, en los que se enseñaba – las menciones de París y su costumbre son numerosas en las constituciones -. Pero todos dependerían de San Ildefonso, de su rector y colegiales, de sus rentas. Por esta razón, aunque puedan haber enseñanzas en San Isidoro o en San Eugenio, éstos y otros, que estableció para estudiantes pobres de las diversas facultades, se encuentran jerárquicamente subordinados al principal. Su admiración por París – su estancia en Sigüenza – le inspiró, tanto la organización como la enseñanza en teología, con la introducción de las tres vías, tomista, real y nominalista, una cátedra de cada especialidad. El colegio de San Ildefonso tendría treinta y tres colegiales – siempre los tuvo – por los años de la muerte de Cristo. Tenía que fundar doce colegios, por los apóstoles, aunque llevarían nombres distintos…

El rector es elegido anualmente por los colegiales, así como los consiliarios, la víspera de San Lucas, en claustro o capilla, por votos secretos, con cédulas o papeletas escritas de la misma mano. Si no sale a la primera por mayoría, se repite hasta la tercera vez, entre quienes han logrado mayor número de votos, y, en caso de empate, se sortea entre éstos. Después se procede a la elección de los tres consiliarios colegiales, que colaboran en la carga del regimiento y gobernación del colegio. El vicerrector sólo se elegía cuando se ausentaba el rector por más de quince días, pues sí era más corta le suplía el colegial más antiguo; con el tiempo el vicerrectorado se hizo estable.

El canciller alcalaíno – el abad de los Santos Justo y Pastor – no posee amplios poderes. Cisneros quiso preservar su colegio de los poderes del arzobispo de Toledo y por ello – aunque le nombra protector y patrono – no le encomendó el nombramiento o aprobación del canciller. Es más, solamente confiere a este cargo la colación de los grados. Como en Valladolid, toda la jurisdicción fue para el rector: todos los miembros del colegio y universidad deberían acudir en sus pleitos civiles y criminales ante el rector, que es su juez ordinario y propio por autoridad pontificia. Si acude a otro juez perderá los cursos que haya cursado, la primera vez; la segunda, los privilegios de la universidad y la tercera vez será expulsado de la cátedra o del colegio. Julio III confirmó la exención de la jurisdicción ordinaria y, años más tarde, Felipe II, en 21 de mayo de 1558 extendería la concordia de Santa Fe a esta universidad.

A través de las constituciones aparecen las diversas elecciones de los miembros del colegio-universidad. Las más importantes se realizan por los colegiales, como su propia designación o la de capellanías y fámulos. Las otras, bastaba el rector y sus consiliarios, como el notario o los porcionistas – estudiantes que pagaban – u otros más pobres. Los porcionistas pudieron ser equivalentes a los commoners ingleses, pero nada semejante se desarrolló en San Ildefonso.

Cuando queda vacante una plaza de colegial, en plazo de tres días el rector lo anuncia en el refectorio y prohíbe que ningún colegial se ausente; se anuncia la vacante y se cubre por la oposición… Se celebran algunas reuniones del claustro o capilla colegial para inquirir acerca de vita, moribus et sufficientia de los aspirantes, y votan con arreglo a conciencia para elegir al más idóneo. Les exigen tener veinte años, ser pobres, de preferencia artistas o teólogos, no ser oriundos de Alcalá, ni casados, ni regulares, y, en igualdad de circunstancias, se elegiría al capellán, porcionista u otros miembros de colegio frente a los extraños o de fuera. La limpieza de sangre se estableció más tarde. Se prohibían las recomendaciones y cartas, descubrir el voto o intentar cualquier soborno. El visitador Zúñiga insistía en estas precauciones. De forma análoga eran elegidos los doce capellanes que se ocupaban de los oficios y de la vida religiosa del colegio, así como los fámulos o criados.

Las restantes personas que componían la comunidad, si bien con derechos inferiores a los colegiales – los capellanes tampoco tenían voto en las congregaciones o claustros de San Ildefonso -, eran elegidos por el rector y los consiliarios. Así los porcionistas estudiantes que pagan por permanecer y estudiar en el colegio, trece estudiantes pobres denominados camaristas y otros trece socios. De idéntica forma se elige el notario y el receptor – un colegial encargado del dinero y las cuentas -.

San Ildefonso constituye el centro de un conjunto de instituciones, que se configuran como colegios menores, o de pobres. Cisneros los pensó en número de dieciocho, doce dedicados a los apóstoles y otros seis a diversas advocaciones, que son los primeros que se habían de erigir: el de la Madre de Dios para teólogos, San Pedro y San Pablo para religiosos franciscanos, Santa Catalina para filósofos, Santa Balbina para los sumulistas, San Eugenio y San Isidoro para gramáticos y griegos, en donde se daría esta enseñanza. Los colegiales menores serían elegidos por el rector y los consiliarios, con ciertos derechos de presentación de los protectores del colegio mayor. También los capellanes en número de treinta y tres – de nuevo un número sagrado – son nombrados por los mismos…

Sobre todo, San Ildefonso es la cabeza de la universidad. La vida académica se estructura como apéndice del colegio, de modo que apenas poseen poderes de decisión sus profesores o lectores. Las constituciones admitían que fueran nombrados tres consiliarios de la universidad, de fuera del colegio, para tratar de la provisión de cátedras o de las visitas a los profesores o catedráticos, pero en los demás negocios no deben entremeterse… Tan sólo, como excepción, podrían el rector y consiliarios colegiales citarlos, incluso a los lectores o regentes, quienes estarían obligados a asistir. En verdad, desde los inicios se trataron algunos asuntos, referidos a la docencia, con la presencia de los catedráticos y aun de los doctores y maestros y licenciados. En la reforma de Zúñiga aparece ya funcionando con normalidad un claustro pleno, y aun claustros por facultades, si bien sus funciones están limitadas a cuestiones relacionadas con la docencia – ni tienen intervención en la administración ni en nombramientos -.

Los catedráticos o lectores se elegían por votación de los estudiantes, de la forma usual con que se hacían estas. Desde los inicios se establecieron prevenciones para evitar sobornos y banderías, recomendaciones…

En suma, San Ildefonso y sus colegiales dominan la universidad y los colegios, unos dependientes, otros simplemente incorporados. El rector y el colegio administran las pingües rentas que legó Cisneros, en su mayor parte procedentes de beneficios que fueron vinculados perpetuamente al colegio – sin duda, rentas eclesiásticas -, además de algunos juros, censos, casas, tierras… Administrados por el rector y consiliarios, la tarea de llevar las cuentas se delegaba a un colegial receptor, que se ayuda de otras personas. Anualmente se le tomaba razón de las cuentas por el rector y consiliarios, más un colegial y un capellán designados al efecto; después, se daría conocimiento al claustro de colegiales, siendo objeto primordial de los visitadores. Tan sólo las cátedras parecen escapar a este dominio absoluto del colegio, que el monarca limitó a través de sus visitas. Pero el bando colegial – al igual que en Salamanca – se reservó las cátedras de cánones leyes, y aun algunas teológicas… La provisión por el consejo, a partir de 1641, significó el punto final de aquel resquicio, con la intervención real en favor de los colegiales, que dominaban aquel alto organismo y, en consecuencia, las provisiones de cátedras…

La universidad complutense vivió esta organización hasta casi el final de su existencia. La ilustración de Carlos III le afectó profundamente, al ser destruido el poder de San Ildefonso con la reforma de los colegios. Un visitador perpetuo Pedro Díaz de Roxas, abad de la colegiata de los Santos Justo y Pastor, concentraría los poderes. Separaría el colegio de la universidad, ahora titular del patrimonio, que pasaría una cantidad fija para el mantenimiento de San Ildefonso. Se nombraría un rector de la universidad, primero por el rey, después por el rector y consiliarios, junto con el canciller. Se trasladó la enseñanza al edificio de los jesuitas… La universidad complutense había quedado tan destruida – hasta los colegios de pobres fueron agrupados con otros menores – que apenas era reconocible y se intentaron nuevas constituciones que no llegaron a aprobarse. Las rentas fueron controladas desde el poder real, por un comisionado, y sirvieron para remediar penurias de la corona. Después, los liberales completaron la destrucción de la vieja universidad complutense, hasta su traslado definitivo a Madrid en 1836, con el deseo de establecer el primer centro de enseñanza superior de España, con una estructura y organización muy diferente.

El modelo cisneriano, – o de Sigüenza, si se quiere – logró numerosas imitaciones en Castilla y otros reinos. Quizá no con la grandeza y riqueza que tuvo San Ildefonso, otros colegios universidad se implantaron en la península. La bula de Julio II de 1505 autorizaba al canónigo Rodrigo Fernández de Santaella para erigir en Sevilla, bajo la advocación de Santa María de Jesús, un colegio-universidad, dentro de este sistema. En Santiago de Compostela el arzobispo Fonseca alcanzaría una institución semejante, sometida a un patronato que ejercería el conde de Monterrey; pero la intervención regia se impondría desde mediados de siglo, en favor del claustro y del rector de la universidad, frente al del colegio; las cátedras se proveyeron por el claustro, no por los estudiantes. Osuna también fue una universidad de tipo colegial, fundada en 1548 por don Juan Tellez de Girón, IV conde de Ureña, que se reservó fuertes derechos de patronato sobre el colegio y la universidad. Y así otras muchas…

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