Hace unas semanas era noticia la intervención de Íñigo Errejón en el Congreso de los Diputados, reclamando al presidente del Gobierno la actualización de la estrategia de salud mental en nuestro país. No cabe duda de que todos, en algún momento de nuestras vidas, necesitaremos atención psicológica, lo cual se pone especialmente de relieve en los tiempos convulsos en los que vivimos. No obstante, si cualquiera de nosotros quisiera acceder a un psicólogo a través de la sanidad pública debería superar primero las largas listas de espera, que pueden llegar incluso al año. Pero estas complicaciones no sólo existen para los ciudadanos de a pie: los reclusos de nuestro país se encuentran con el mismo panorama, si no más desolador.
En primer lugar, debemos reseñar un dato importante. Nuestro país únicamente cuenta con dos hospitales psiquiátricos penitenciarios: Fontcalent (Alicante) y Sevilla. Entre estos dos centros se cuentan, aproximadamente, 450 internos, que, aunque han participado en actos delictivos, han sido declarados inimputables -no responsables de sus actos- por los trastornos que padecen. Para todos ellos ambos centros cuentan con menos de ocho psiquiatras.
Si esto parece preocupante, más aún lo es el hecho de que fuera de estos existen personas que también sufren trastornos mentales graves, pero que cumplen condena en prisiones comunes, dado que la enfermedad mental que sufren no fue contemplada en el proceso penal incoado. Siguiendo la respuesta parlamentaria del Gobierno, de 18 de junio de 2019, en nuestro país alrededor del 4,2% de los internos en centros penitenciarios presentan un Trastorno Mental Grave (trastornos de la personalidad, psicóticos, afectivos, delirantes…). En total, 1834 personas que no pueden contar con la atención que precisarían. Gran parte de ellos deben permanecer en las enfermerías del centro penitenciario, dado que estos no cuentan con módulos específicos de psiquiatría.
Todo ello propicia que estos enfermos no sólo acaben aislados, con tendencias suicidas y un agravamiento de sus patologías, sino que también suele ser el detonante del consumo de drogas. Se encuentran en una situación que no acaban de comprender, sin estar correctamente tratados ni evaluados, dado que no sólo precisan de psiquiatras, sino también de un seguimiento psicológico. En este sentido, hay que destacar también la falta de profesionales sanitarios en el medio penitenciario, llegando a haber centros que únicamente cuentan con un psicólogo para todos los internos.
Con estas condiciones, ¿cómo se pretende lograr la función de la reinserción social? ¿Cómo se pretende alegar siquiera que se vela por los derechos de los internos? El mandato constitucional de la promoción y plena integración de las personas que sufren algún grado de discapacidad, así como el derecho a la vida (arts. 43 y 49 CE), parecen quedar olvidados cuando nos adentramos en el mundo penitenciario.
Todo esto nos es relevante. La imposibilidad de recibir un tratamiento adecuado repercute en su situación personal, de modo que cuando salen de prisión lo hacen con un doble estigma, de enfermo mental y de excarcelado, lo cual los lleva a reincidir, iniciándose de nuevo este círculo vicioso.
Esther Vicente Herrera
Línea de Intervención penitenciaria y Derechos humanos
Clínica Jurídica de Acción Social