La rivalidad URSS-USA en la experimentación con animales

1/06/16, 13:11

Una de las más interesantes experiencias rusas tuvo lugar, simultáneamente, en la superficie de la tierra y en las profundidades del mar y consistió en lo siguiente:

A bordo de un submarino sumergido a 185 metros, un grupo de sabios mató a diez conejillos (gazapos de cinco semanas) y registró con precisión el instante exacto de la muerte de cada uno í de ellos. Mientras tanto, a más de 1.200 kilómetros del lugar, en un laboratorio biológico de la URSS, otro grupo compuesto de biólogos, médicos, psiquiatras y parapsicólogos, vigilaba atentamente las agujas de los electroencefalógrafos, conectados a unos pequeños electrodos colocados en las cabezas de diez conejas, madres de los diez gazapos sacrificados en el submarino.

En los diferentes tiempos cronometrados las agujas trazaron, sobre ocho gráficos, una línea que representaba la tensión eléctrica anormal del cerebro de dichas conejas en un instante dado, que también quedó eléctricamente registrado.

Cuando los científicos compararon los gráficos con las notas tomadas por sus colegas en el submarino constataron algo realmente asombroso. Exactamente en el momento de la muerte de cada conejillo, muerte idéntica en los diez, efectuada siempre de la misma forma, por la misma persona y hasta con la misma herramienta y sin que los restantes conejillos pudieran saber lo que le sucedía a uno de ellos, en ese mismo instante se produjo una súbita variación en la tensión cerebral de ocho de las diez madres, a las que se mantenía en constante observación. Parecía como si las diez conejas hubiesen recibido un aviso en el momento de la muerte de cada uno de sus hijos. Sólo dos madres fallaron, pero indudablemente el porcentaje era fantástico, increíble incluso para un científico.

Se llegó así a una conclusión muy interesante: las ondas cerebrales no eran, ni en los mismos animales, unas «ondas de radio», a las que tanto se había defendido y de las que tanto se había hablado a comienzos de los años 30. Fue entonces cuando en los laboratorios de Lenin-grado el doctor Vladimir Bechterev, en unión de L. Vasilyev, empezó a trabajar en la sugestión e hipnosis a distancia y posteriormente en la telepatía y a la videncia. Formó para ello toda una plantilla de investigadores procedentes de varias ramas de la ciencia, dentro del Instituto para el estudio del cerebro. Los investigadores soviéticos estaban entonces seguros de que las ondas cerebrales debían de ser una especie de ondas de radio, es decir, de corrientes electromagnéticas producidas en el cerebro. Con el fin de demostrarlo efectuaron infinidad de ensayos, que si al principio llegaron a parecer convincentes, con posterioridad, y como consecuencia del trabajo realizado en el campo de la telepatía pura, se revelaron completamente erróneos.

Fue el día en que aquellos científicos, los mismos que más tarde efectuarían las mencionadas pruebas con animales, colocaron en forma de caja un sistema de placas protectoras de plomo con el fin de encerrar en su interior a la persona objeto del ensayo y poder, así, interferir la transmisión del pensamiento. Esta prueba constituyó un fracaso total. Finalmente, la repitieron con una auténtica caja de Faraday, electrificada e «impermeable a las ondas». El resultado fue sensacional: los dispositivos ideados para impedir el paso de tales «ondas» no tuvieron el menor efecto. Con ello se demostró en repetidas ocasiones que lo que se transmitía al receptor no eran ondas de radio, sino otra clase de energía.

Aunque los resultados sólo se publicaron una década más tarde, tanto. Bechterev como su discípulo Vasilyev quedaron realmente anonadados. No era para menos, pues se trataba de la primera confirmación de que existía «algo» que ellos no sabían cómo clasificar, algo a lo que Occidente había llamado siempre «espíritu humano» y que siempre habían pretendido ignorar y hasta negar. Comprobaron también que para la transmisión telepática el factor tiempo no existía. Esta cuarta coordenada material quedaba definitivamente anulada por las muchas experiencias efectuadas en los laboratorios de todo el mundo.

La única duda que quedaba todavía en pie era la que hacía referencia a la telepatía animal. ¿Qué pasaba con ésta? En este sentido desempeñarían un papel fundamental las investigaciones llevadas a cabo por los científicos norteamericanos, en especial las que dedicaron a los delfines, una de las cuales resumimos a continuación.

A un delfín «hijo» se le apartó del acuario donde estaba con su madre y se le trasladó a mar abierto unos días después. La operación se repitió varias veces con el fin de que madre e hijo se acostumbraran a la separación temporal. Al pequeño se le colocó sobre el lomo una diminuta, pero potente, carga explosiva que, en un momento dado, y sin que lo supiera ninguno de los presentes en el acuario, se activó por control remoto. En el mismo momento de la muerte de su hijo, la madre, que había seguido viviendo tranquilamente en el acuario, recibía también por ignorados conductos, conocimiento real del hecho. Así lo dio a entender con su comportamiento y con el desconsuelo que inopinadamente demostró y que le condujo a un estado semejante al de la locura. Le acometió una enorme furia, impropia de estos pacíficos e inteligentes animales, que, por otra parte, están totalmente domesticados, confirmando, sin lugar a dudas, como pudo comprobarse en pruebas posteriores, que en un noventa por ciento de los casos la telepatía era un hecho a tener en cuenta desde el punto de vista científico. Y más en los animales que en las personas, aunque parezca raro.

Todas estas pruebas con animales, especialmente delfines, conejos y perros, confirman también otras muchas cosas que siguen siendo motivo de fuertes dudas para algunos científicos soviéticos, acérrimos defensores de su teoría de la «radio mental». En la actualidad para la auténtica telepatía no existen ni distancias ni campos gravitatorios o electromagnéticos que puedan entorpecer la transmisión ni ondas eléctricas interceptoras, de modo que ni la profundidad del mar ni el interior de la tierra tienen importancia. Como no la tiene el espacio exterior, lo que ha podido comprobarse con los astronautas en diferentes ocasiones.

La comunicación es, en todos los casos, instantánea, y así lo demostraron las experiencias telepáticas efectuadas con el astronauta Mitchell y el ingeniero sueco Johnson en una dependencia de la NASA que constituyó el primer intento, científicamente controlado, de transmisión de pensamiento desde una nave espacial (el Apolo XIV) y a una distancia de muchos miles de kilómetros.

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