La expansión colonial y la revolución de los precios

19/04/15, 11:54

Los grandes descubrimientos geográficos habían sentado las premisas para una rápida expansión colonial de las potencias de Europa occidental bañadas por el Atlántico. Sin embargo, fueron España y Portugal, que por caminos distintos habían desempeñado un papel preponderante en el descubrimiento del Nuevo Mundo, las primeras naciones en construir vastos imperios coloniales de características bien disimiles entre sí.

La expansión colonial portuguesa había apuntado desde un principio, no a la conquista de amplios dominios territoriales, sino a la ocupación y construcción de puertos que sirvieran de puntos de escala y estaciones comerciales a lo largo de la ruta seguida por Vasco de Gama, es decir, en las costas occidentales de África, hasta llegar al cabo de Buena Esperanza, y sobre las aún más lejanas costas indias.

Por tanto, el principal objetivo de los portugueses era el monopolio del comercio de especias y productos orientales. La única excepción en la formación y desarrollo de su política expansionista colonial había sido el Brasil, al que llegara Alvarez Cabral en el año 1500 y del que había tomado posesión en nombre del rey portugués. Pero aquel inmenso territorio, poblado por tribus primitivas, no había suscitado en un principio excesivo interés, siendo descuidado por los propios portugueses, quienes se sentían mucho más atraídos por el rico comercio de las Indias orientales. Sólo a partir de 1530, cuando reveló las posibilidades de sus enormes riquezas, los portugueses aplicarían al Brasil de forma gradual un colonialismo basado en la sistemática conquista de sus territorios y el disfrute de los recursos agrícolas del país, táctica completamente distinta al colonialismo comercial predominante en las costas africanas e indias.

La colonización española tuvo caracteres muy distintos pues estaba centrada en la ocupación de vastos territorios en el continente americano y, al menos en su primera fase, la llevaron a cabo los conquistadores, audaces aventureros empujados hacia las nuevas tierras por su deseo de riquezas y gloria militar, hasta tal punto que muchas veces discrepaban con respecto a las opiniones de las autoridades gubernativas.

Entre los conquistadores españoles se distinguieron por su habilidad y falta de prejuicios Hernán Cortés y Francisco Pizarro. El primero de ellos, que desembarcó en 1519 en las costas mexicanas con unos pocos centenares de hombres, sentó la primera base sólida del imperio colonial español al destruir en una legendaria empresa que duraría un par de años el dominio azteca. La altiplanicie mexicana antes de la llegada de Cortés estaba en poder de los aztecas, población que había creado y desarrollado una de las florecientes civilizaciones precolombinas, tal como nos testimonian sus prodigiosas edificaciones y sus numerosas y populosas ciudades. Se trataba de un mundo completamente distinto al que hallara Colón en las islas. Los aztecas no era una tribu salvaje ni vivía en toscos habitáculos de caña y juncos, sino un pueblo que usaba delicadas prendas de algodón para vestirse y que se adornaba con finas joyas de oro soberbiamente trabajado al tiempo que vivía en casas construidas con sillares de piedra.

Cortés se halló pues ante un pueblo rico, militarmente fuerte y bien organizado. Pero dando muestras de una audacia y habilidad excepcionales supo sacar provecho del descontento de las tribus sometidas a los aztecas y demoler la resistencia de estos últimos para conquistar un vasto territorio y obtener de Carlos V el título de gobernador y generalísimo de la Nueva España, nombre con que se designaría a México tras su conquista.

Aún más grande e importante fue la aventura culminada por Francisco Pizarro, quien conseguiría conquistar Perú y las inaccesibles regiones de Chile y Patagonia tras vencer y exterminar al pueblo inca, que se hallaba afincado en las altiplanicies peruanas.

La civilización de los incas era notablemente refinada. Diestros cinceladores y ceramistas, excelentes tejedores de bellísimas telas de lana, habían construido magníficos caminos y espléndidas obras hidráulicas que causaron el asombro de los españoles al llegar a estas tierras. Los incas también poseían una organización comunitaria basada en la propiedad común de la tierra, pero carecían de una sólida organización militar. No obstante, tampoco faltaban agudas divergencias entre los propios incas, y de ellas se

aprovechó Pizarro, que recurriendo a todo tipo de violencias y crueldades consiguió conquistar Perú con un reducido cuerpo expedicionario en 1593; Pizarro llamaría Nueva Castilla al Perú, y tras su conquista se apoderaba de un fabuloso tesoro.

Pizarro declararía todas aquellas tierras anexionadas a los dominios del rey de España, pero pocos años después el afortunado conquistador caería víctima de una feroz lucha que se había desencadenado entre los invasores para repartirse las inmensas riquezas que habían ido a parar a sus manos.

Con las conquistas de Cortés y Pizarro quedaba constituido el núcleo principal del imperio hispanoamericano, destinado a ampliarse en años sucesivos. De hecho a mediados del siglo XVI la ocupación española se extendía a México, toda América Central, las Antillas, Colombia, Venezuela y todo el vasto territorio designado con el apelativo común de Perú, que abarcaba desde las llanuras hasta las cimas de la cordillera andina. Más tarde se incorporarían al imperio colonial español Florida y las islas Filipinas. A medida que avanzaban las conquistas se iba planteando el difícil y delicado problema de la organización y administración de tan inmensos territorios, desconocidos y remotos, de tan distintas condiciones entre sí, territorios en los que los españoles habían instalado auténticas colonias de poblamiento o habían creado el vacío destrozando los ordenamientos político-sociales de pueblos con civilizaciones refinadísimas. Para resolver estas complejas cuestiones se creó en

que representaba para los colonizadores semejante trato a las poblaciones de tan lejanos países, y en especial la trata de negros apresados en tierras africanas y su ulterior y feroz explotación, contra la que no se alzaba valedor alguno, quedaba justificada con la absurda pretensión de que el gran flujo de oro y plata que llegaba hasta la metrópoli proporcionaba substanciosas riquezas a España y a toda Europa en general.

Con el incremento del tráfico entre la metrópoli y las colonias se habían visto substancialmente modificadas la naturaleza y dimensiones del comercio internacional, añadiéndose a las especias y los tradicionales productos de lujo algunos otros productos coloniales de uso más general, como el azúcar, el cacao y el tabaco. Pero no por ello la importación de metales preciosos desde América había dejado de ser desde el primer momento la principal preocupación de la corona española. En 1503 había sido instituida en Sevilla la Casa de Contratación, cuyo objetivo era controlar el comercio colonial, regular la emigración y las expediciones coloniales, además de cuidar del registro de los ingresos de la corona en forma de metales preciosos procedentes de las minas americanas. Para la monarquía española (primero para Carlos V y más tarde para Felipe II), empeñada como estaba en diversos frentes de batalla para afirmar su propia hegemonía sobre Europa, la masiva afluencia de metales preciosos se convertía de hecho en un valor decisivo. Pero al propio tiempo eran el oro y la plata americanos los máximos responsables de las ilusiones

alimentadas por el gobierno de Madrid y de una política exterior conducida con irresponsable imprevisión financiera. El espejuelo de los metales preciosos favorecía una notable inmigración española hacia las colonias y retrasaba el propio desarrollo agrícola de España. El impresionante flujo de metales preciosos desde América hacia España, que se intensificaría de manera espectacular tras la explotación de las riquísimas minas de plata de México y Perú, provocaba un vertiginoso aumento de los precios y el subsiguiente colapso económico. Este fenómeno tuvo su momento álgido en la segunda mitad del siglo XVI, pero ya se hallaba en avanzada gestación durante la primera mitad de dicho siglo: los historiadores lo han bautizado como «la revolución de los precios». La entrada en el mercado de fuertes cantidades de metales preciosos trajo consigo una devaluación de la moneda y de su poder adquisitivo, así como un general y rápido aumento del coste de la vida. Las consecuencias se hicieron sentir no sólo en España, encargada de importar directamente los metales preciosos, sino que el fenómeno iba a extenderse rápidamente a toda Europa dados los estrechos vínculos económicos y comerciales que unían a los distintos países del continente.

Una de las más graves consecuencias de este fenómeno fue el divorcio entre precios y salarios, realmente sensible durante todo el siglo XVI, pero de órdenes increíbles al alcanzar las últimas décadas del siglo. Los más perjudicados fueron quienes vivían de unas rentas

fijas, y ante todo los asalariados, especialmente allí donde estaban consolidándose las industrias capitalistas, como en varios centros de Alemania y en Lyon. La causa determinante inmediata era la lentitud con que se establecía la adecuación de salarios a precios, siempre insuficiente por lo demás y con claras ventajas por parte de los empresarios. Desde esta perspectiva económica, también sufría duras consecuencias la clase feudal de Europa occidental, que había abandonado las tierras en manos de los campesinos a cambio del pago de tributos en metálico. Algo muy distinto sucedía para este último grupo social en Europa oriental, lugar donde la nobleza seguía ligada a la tierra y aprovechaba el aumento de los precios de los cereales para ampliar con tan inesperadas rentas la extensión de sus propiedades, al tiempo que reducía al campesino sometido a mantener dependencias de trabajo servil.

La revolución de los precios también vino a crear una redistribución de las riquezas. La afluencia de metales preciosos y su difusión a lo largo de toda Europa significó una revolución monetaria y, por consiguiente, enormes ventajas para aquellas capas con ingresos basados en rentas móviles, en especial comerciantes y grandes empresarios. Los primeros, inmediatamente dispuestos a disfrutar las nuevas vías de comunicación: los otros empeñados en levantar nuevas industrias donde elaborar los nuevos productos importados, en especial los procedentes de las tierras recientemente conquistadas. Los capitales tan rápidamente acumulados se invertirían de inmediato en gigantescas especulaciones financieras.

Esta transformación económica y social, esta reestructuración y redistribución de las riquezas dentro de cada estado, favorecía el triunfo del capitalismo comercial y, con él, el del capitalismo financiero. Los hombres de negocios más astutos y sutiles, tras extraer enormes ventajas de las inversiones más seguras y rentables y dado que podían disponer de ingentes recursos financieros, se convirtieron en un elemento determinante dentro de la vida de las potencias europeas. Los soberanos de Portugal y España primero, los de Francia e Inglaterra poco más tarde, ante la imposibilidad de hacer frente a los siempre crecientes gastos de la administración y el ejército se veían obligados a solicitar inmensos préstamos en dinero contante y sonante a los banqueros alemanes, flamencos, genoveses o florentinos, concediéndoles a cambio privilegios de todo tipo, entre ellos la concesión del monopolio sobre la minería o el comercio de mercancías de una determinada procedencia o la concesión de títulos de crédito sobre productos de futura importación. De este modo iban haciéndose cada vez más estrechos los vínculos entre las monarquías y la gran burguesía, representada primordialmente por las casas comerciales de los Fugger, los Welser u otros capitalistas con un poder económico suficiente como para poder anticipar las gruesas sumas de dinero requeridas.

No se permiten comentarios