Hegemonía y decadencia de España (I)

28/04/15, 23:36

El tratado de Cateau-Cambrésis, firmado en 1559, creaba un orden político destinado a mantenerse durante largo tiempo en sus líneas fundamentales y restituía la paz a una Europa lacerada y conmovida por las guerras de la primera mitad del siglo XVI.

El proyecto de una monarquía universal se había derrumbado definitivamente. En 1556 Carlos V abdicaba en favor de su hermano Fernando y de su hijo Felipe, dividiendo sus inmensos dominios en dos bloques; al primero de ellos le entregaba las antiguas posesiones hereditarias de la casa de los Habsburgo, Austria y Alemania, las coronas de Bohemia y Hungría y el título imperial; al segundo, le quedaban los territorios más extensos y ricos.

Felipe II (1556-1598) entraba en posesión de España, los territorios italianos, constituidos por el ducado de Milán, los reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña y el denominado estado de las Guarniciones en la marisma Toscana, los Países Bajos, el condado de Borgoña, algunas bases situadas en las costas septentrionales de África y las extensas colonias de América hasta llegar a las lejanas Filipinas.

Así pues, el dominio directo de Felipe II era enormemente extenso, sin olvidar que la influencia del soberano español se extendía también sobre aquellos estados que, por debilidad o por vínculos de parentesco, no podían sustraerse a la hegemonía del más potente Estado europeo y, en consecuencia, se encontraban estrechamente ligados a la política española. Tal era el caso del Imperio, si exceptuamos algunas desviaciones temporales, o el de los estados italianos aún independientes, excepción hecha del ducado de Saboya y de la República de Venecia, que a pesar de la creciente presión de las grandes potencias consiguieron arbitrar una política autónoma y conservar su independencia.

Una serie de circunstancias favorables venía a consolidar la hegemonía española. Ante todo, la muerte de Enrique II, rey de Francia, acaecida en 1559, inmediatamente después de concluirse el tratado de Cateau-Cambrésis, llevaba a una pavorosa crisis al Estado que durante medio siglo había sido el más terrible adversario de los Habsburgo. La crisis interna francesa desembocaría poco después en las guerras de religión, y dejaba a Felipe II la posibilidad de imponer fácilmente su propia hegemonía en Europa, gracias sobre todo a su poderoso ejército y su potente flota. Por otro lado, la muerte en 1580 sin dejar herederos directos de Sebastián, rey de Portugal, le permitía a Felipe II ceñir también la corona de este reino y crear entre los dos Estados ibéricos una unión personal. A pesar de todo, precisamente en el momento en que la potencia española parecía haber alcanzado su punto culminante, comienzan a manifestarse los primeros signos de crisis que socavarán tan sólido edificio y le llevarán hasta su decadencia.

La situación económico-financiera denunciaba las primeras resquebrajaduras profundas en el estado español. Carlos V, en su frenética carrera hacia sueños universalistas, ya se había endeudado peligrosamente con una serie de banqueros extranjeros (en especial, alemanes, italianos y flamencos), y la afluencia de metales preciosos desde América se había mostrado insuficiente para salvar las finanzas españolas. Aún más, de hecho las había empeorado, pues la devaluación monetaria no hacía más que aumentar el volumen de las deudas contraídas bajo la forma de cesión de concesiones y privilegios de todo tipo. La economía también tendía en su conjunto a sufrir las graves consecuencias de la crisis financiera, ya que se fundamentaba de forma casi exclusiva en la explotación de los dominios periféricos, especialmente las colonias, sin que se extrajese un digno provecho de los recursos interiores, mal utilizados y faltos de coordinación.

Por consiguiente, se generaba una obvia y grave desproporción entre la amplitud de los proyectos políticos de Felipe II y las dificultades de la situación económica española, desequilibrio que nos explica la aparente contradicción entre la potencia alcanzada por España durante este reinado y el contemporáneo inicio de su declinar.

Así pues, una situación difícil y llena de incógnitas se le presentaba a la España de la segunda mitad del siglo XVI. Felipe II tuvo la escasa fortuna de alcanzar el trono precisamente cuando con mayor gravedad, en la mayoría de los estados europeos, se manifestaba la crisis económica, de la que España era la primera y principal víctima.

Pequeño de estatura, desconfiado y amante de las intrigas palaciegas, Felipe II se sentía español en lo más íntimo de su ser. Fijó su residencia en el grandioso y tétrico Escorial, palacio que él mismo mandara construir en las cercanías de Madrid, y siguió una despiadada política de intolerancia religiosa persiguiendo duramente a los herejes y convirtiéndose en rígido ejecutor de las conclusiones alcanzadas en el concilio tridentino. Fanáticamente convencido del origen divino de su poder, reforzó el aparato burocrático del Estado y decidió controlar personalmente la tarea de sus ministros reduciendo una serie de consejos, como el de Finanzas, el de la Inquisición, el de Asuntos de Italia y el de los Asuntos de los Países Bajos, a simples gabinetes de estudio, y a los secretarios de Estado a secretarios prácticamente privados, de forma que toda decisión estatal quedaba subordinada a su poder despótico.

Bajo su gobierno quedaron sofocados los últimos residuos de autonomía local en el seno de la monarquía española, ya que la estructura estatal deseada por Felipe II tendía a asumir un carácter cada vez más y más centralizado. A pesar de la unión entre los dos mayores reinos, el de Castilla y el de Aragón, producida muchos años antes a través del matrimonio entre Isabel y Femando. España aún no formaba un Estado único, compacto y homogéneo: Castilla y Aragón seguían siendo dos reinos con instituciones distintas, con diferentes estructuras económicas y dotado cada uno de ellos de privilegios específicos; y algo muy similar podía decirse de Cataluña, Navarra o Valencia.

Entre a tantas diferencias entre unas zonas y otras de España y con la idea fija de someter cada vez más rígidamente todo acto a su control personal, Felipe II había exasperado el centralismo castellano demoliendo y anulando gradualmente las autonomías locales. Esta política trajo consigo un estado de inquietud y descontento que se manifestaba ocasionalmente en movimientos de rebeldía y que tenía su reflejo en un análogo estado de intranquilidad en los dominios españoles periféricos, ya que los criterios de gobierno introducidos por Felipe II para aquellas tierras eran idénticos a los que aplicaba en la propia España.

Texto facilitado por estudiodeidiomas.com, una de las mejores academias de inglés en Madrid

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