Inglaterra y la Reforma Protestante (I)

18/04/15, 22:12

Ya sabéis m afición por los idiomas, especialmente por el inglés, pues bien yo pienso que además de estudiar un idioma, es recomendable conocer la historia y la cultura del pueblo del idioma que estudias. Yo he trabajado en varias academias de inglés en Madrid baratas, y resulta interesante hablar con los profesores británicos o con los Estadounidenses sobre la historia de sus países, de hecho a ellos también les suele interesar la historia de España. Por eso, esta vez he buscado algo de información sobre la reforma protestante, ya que para mi es uno de los momentos más interesantes de la historia. sin más vamos a por ello, espero que os guste:

LA REFORMA PROTESTANTE:

Cuando en 1519 Carlos V de Habsburgo. nieto del rey de España Fernando el Católico v del emperador Maximiliano I, era elegido para ocupar el trono imperial con el firme apoyo financiero de las potentes firmas bancarias de los Fugger y los Welser y conseguía concentrar en sus manos un inmenso dominio, que se extendía sobre Flandes, sobre los dominios austríacos de los Habsburgo, sobre España y sobre sus posesiones en Italia y América, el panorama político europeo sufría un vuelco considerable. El equilibrio político entre las coronas de España y Francia tan fatigosamente conseguido con la paz de Noyon (1516) quedaba truncado, y Francia pasaba a verse amenazada y asediada por el inmenso imperio de Carlos V.

La unidad y la paz religiosa y cristiana fue el ideal al que Carlos V dedico todas sus energías, pero en este momento histórico se trataba ya de un ideal sobrepasado, irrealizable, casi un lejano sueño medieval, tanto más cuanto que el nuevo emperador tuvo que enfrentarse desde comienzos de su reinado con gravísimas dificultades y obstáculos. Si la consecución del acuerdo con la Santa Sede para asumir la defensa de la Iglesia ya fue bastante laborioso y no exento de problemas, con Francia se vio enfrentado desde el primer momento, y en especial durante el reinado del irreductible Francisco I, quien, comprometido por las veleidades de supremacía de su adversario, buscó alianzas de todo tipo en nombre de la defensa del equilibrio político entre las potencias europeas. La exaltación del ideal dinástico y la visión de una política universal, tan caras a Gattinara como bien acogidas por el emperador, chocaban de pleno con la realidad política y contra los derechos de las nacionalidades. Durante el gobierno de Carlos V, contrastando con el sueño imperial universalista y su contenido religioso y en armonía con la evolución nacional del mundo europeo, aparecía y se consolidaba la revolución luterana, que marcaba una gravísima fractura en el ámbito religioso con muy serias repercusiones en los terrenos político, económico y social.

Carlos V alcanzaba el trono imperial en el momento mismo en que se estaba difundiendo en Alemania una nueva doctrina religiosa promovida por Lutero. Se trataba de un nuevo ataque a la Iglesia católica cuyas últimas consecuencias era difícil prever. Por otro lado, los humanistas habían planteado el problema de una reforma interna de la Iglesia y reafirmado la exigencia de una religiosidad más intensa, menos vinculada al árido formalismo del culto tradicional. A decir verdad, habían menudeado las críticas a la ordenación jerárquica de la Iglesia y los ataques a la corrupción del clero, especialmente por parte de humanistas europeos transalpinos, siendo los principales núcleos los constituidos por pensadores y escritores alemanes y flamencos. Volvían a la palestra temas ya discutidos en el siglo XIV y comienzos del XV por parte de estudiosos de la religión como el inglés John Wycliffe y el bohemio Johann Huss, quienes predicando el retorno a la pobreza evangélica y denunciando los vicios del clero de su época habían acabado por extender su concepto de reforma a los campos de la fe y del dogma. Como consecuencia de todo ello, se había comenzado a profundizar en el estudio de los textos sagrados y se había abierto la discusión sobre diversas cuestiones importantes dentro de la teología cristiana. Esta reivindicación de los orígenes, de la pureza y simplicidad del cristianismo evangélico, esta abierta denuncia a la corrupción e ignorancia del clero y a la insaciable hambre de dinero por parte de la curia romana, se hallan puntualmente expuestas en la obra de Erasmo de Rotterdam (1476-1536), preocupado por conciliar las exigencias de una cultura libre, humanística y liberada de esquemas formales con las de una religiosidad tradicional que recordara a la característica a la de los antiguos Padres, a quienes guardaba gran devoción. De forma muy similar pensaban y actuaban Johannes Reuchlin en Alemania, Jacques Lefévre d’Étaples en Francia. Tomás Moro en Inglaterra o Juan Luis Vives en España, quienes en sus meditaciones tomaban como puntos de referencia primordiales las Escrituras y la patrística cristiana. La obra de todos ellos no tenía un mero contenido moralista, sino que también se planteaba la necesidad de establecer una relación más directa entre Dios y el hombre, eliminando o atenuando la mediación que representaban las prácticas y ritos eclesiásticos. Todos ellos pueden ser considerados como precursores de la reforma luterana, y aunque obtuvieron un notable consenso al intentar difundir los fermentos innovadores entre amplias capas de la población, chocaron de frente con la Iglesia romana, completamente insensible a toda posibilidad de innovación. Fracasaron sus propósitos reformadores, y algunos de ellos, como el docto y genial Erasmo de Rotterdam, frente a la alternativa de renegar del patrimonio cultural tan fatigosamente recogido o rechazar los estímulos reformadores, prefirieron circunscribirse a los estudios humanísticos, al tiempo que criticaban y se distanciaban de los innovadores y revolucionarios que se lanzaban a una completa ruptura con la Iglesia romana. Pero, a pesar de todo, el humanismo evangélico dejaría en Europa una profunda huella y un terreno abonado para la eclosión de la reforma protestante.

Así pues, a principios del siglo XVI, y bajo la activación de los nuevos fermentos generados por el mundo humanístico, están ya maduras las condiciones para que estalle una rebelión contra la Iglesia romana. La necesidad de llevar a cabo una renovación espiritual y religiosa, promovida en los países europeos por Erasmo y otros muchos humanistas, venia potenciada por un difuso descontento suscitado por la política papal durante la segunda mitad del siglo XV y comienzos del XVI. especialmente la promovida por Alejandro VI. Julio II y León X, en la que se daba cita todo tipo de nepotismo y mundanidad. Este comportamiento papal iba acompañado de una peligrosa faceta económica y financiera, ya que las crecientes necesidades de la Iglesia y de la corte papal habían llevado a multiplicar las fuentes de ingreso de la Cámara apostólica bajo las más variadas y pesadas formas de imposición —diezmos, venta de indulgencias, tasas sobre las nóminas de los titulares de cargos eclesiásticos, impuestos sobre beneficios vacantes o sobre las rentas producidas por dichos beneficios—, golpeando durante las diversas capas sociales y las propias finanzas estatales, con lo que se había difundido una amplia y abierta oposición a la Iglesia romana.

Dicha oposición era especialmente viva en los países germánicos, donde la presión eclesiástica se mostraba particularmente dura y el sentimiento nacional asumía acentos patéticos. Las tribulaciones alemanas se reflejaban en una profunda aversión hacia la romanidad a causa de las substanciales diferencias entre una y otra cultura en cuanto a.la forma de comprender los valores espirituales.

La protesta contra la tiranía ejercida por la iglesia de Roma, receptáculo de todos los vicios y de todas las formas de corrupción posibles, nacía, pues, de un estado de insatisfacción y de intolerancia de la nación alemana hacia la romanidad, y venía agudizada por la ola de indignación que suscitaron los abusos y escándalos acaecidos con ocasión de las indulgencias especiales prometidas en 1514 por el papa León X a todos aquellos que hubiesen contribuido mediante donativos en metálico a la terminación de la basílica de San Pedro.

En esta atmósfera, rica en estremecimientos e intolerancias, había nacido y crecido Martín Lutero (1483-1546). A causa de una promesa efectuada durante una violenta tempestad se hizo monje agustino, y animado por un profundo sentimiento místico-religioso y una lacerante angustia interior, se sumió profundamente en fervorosa meditación e incesante estudio de los textos históricos. Se sentía particularmente afectado por e escándalo de la venta de indulgencias, un auténtico mercadeo tal como la había planteado el dominico Tetzel en sus predicaciones, de forma que el 31 de octubre de 1517 se decidió a colocar en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg un manifiesto en el que se recogían, en 95 tesis, algunos de los puntos de su doctrina, entre ellos la negación de a validez de las indulgencias, al tiempo que graves reservas sobre la potestad mediadora de la Iglesia v duras críticas contra el pontífice.

Este fue el comienzo de la revolución luterana. La publicidad dada al documento le permitió al reformador entrar en más íntimo contacto con la sociedad mundana, la situada al margen de los círculos monacales y universitarios. Desde anos antes a través de discusiones y polémicas, entre dudas e incertidumbres, Lutero intentaba profundizar en el problema de la salvación del alma y precisar su pensamiento acerca de la «encía de la gracia. No obstante, sólo tras la polémica levantada por la predicación sobre las indulgencias de Tetzel, intuyendo la tempestad que se estaba gestando alrededor de su persona y casi impaciente para adelantarse a sus consecuencias, decidió dar a su doctrina un desarrollo más amplio y un equilibrio más estable a fin de explicitar todo el contenido revolucionario de sus posturas.

Los puntos centrales de la doctrina luterana hacían referencia a la justificación exclusivamente a través de la fe y la consiguiente negación de todo valor a las obras de cara a la salvación, así como al libre examen de los textos sagrados, sin necesidad de ningún intermediario, rechazando la interpretación oficial y única de la Biblia proporcionada por la Iglesia.

Estos principios afectaban el mismo núcleo de la doctrina de la Iglesia católica. De hecho, al sostener que la salvación no depende del hombre, corrompido como está por el pecado original, sino tan sólo de la gracia de Dios, Lutero negaba la validez de buena parte de las enseñanzas de la Iglesia, de los cultos y costumbres religiosas, del poder de los sacerdotes para absolver los pecados en nombre de Dios. Por otro lado, afirmando que la interpretación de los textos sagrados, las únicas fuentes de verdad, no correspondía en exclusiva a la Iglesia sino a todo fiel, negaba el carácter divino de las órdenes religiosas v la autoridad del papa y de los obispos en materia doctrinal, y en consecuencia rechazaba todo el tradicional aparato jerárquico de la Iglesia. Por lo demás. Lutero rechazaba asimismo otras muchas prácticas religiosas, como por ejemplo los votos monacales, las peregrinaciones, las obras de caridad o las limosnas; también negaba todo carácter a una serie de sacramentos, excepción hecha del bautismo y la eucaristía, puesto que estos dos tienen sus fuentes en los mismos Evangelios.

La postura doctrinal de Lutero, antitética a la de la Iglesia, tendría una enorme repercusión en todos los estratos sociales alemanes, pues aparecía a ojos de todo el mundo como un motivo de rebelión de la nación alemana contra la Iglesia de Roma. Varias tentativas para convencer a Lutero de que se retractara de sus afirmaciones fueron hábilmente rechazadas. Ni las amenazas pronunciadas por los representantes de la Curia romana ni la excomunión que lanzara contra él el papa León X en 1520 le hicieron volverse atrás de sus actos o renegar de sus ideas. La profunda crisis provocada por Lutero tendría una repercusión social que no podía prever ni el propio reformador. De hecho Lutero había propuesto y predicado la restauración de una serie de valores espirituales, no una subversión del orden temporal. Pero en un ambiente aquejado por una aguda crisis, donde desasosiegos y desigualdades eran insoportables, era inmediato pasar desde una revuelta espiritual a una revuelta social.

Primero fue la pequeña nobleza, guiada por Franz Von Sickingen y estimulada por el humanista Ulrich Von Hutten, llena de odio hacia las capas más ricas y potentes, la que intentó conducir una acción armada contra los grandes señores feudales, sus opresores, y especialmente contra los señores eclesiásticos. Lutero no daba su aprobación a esta acción ya que creía en la adhesión espontánea de los príncipes y sus súbditos al movimiento reformador. Esta revuelta de la pequeña nobleza se agostó rápidamente ante la reacción presentada por los grandes señores.

Mucho más amplia y violenta fue la revuelta campesina, que estallaba en 1524 en la Selva Negra y se extendió con gran rapidez a buena parte de Alemania meridional, llegando hasta el Tirol y Estiria. En este caso la rebelión arrancaba de una larga experiencia en miserias e injusticias y se movía sobre un programa de reivindicaciones económicas y sociales; los sublevados aseguraban que no eran rebeldes, que nada pretendían subvertir ni destruir, sino que se limitaban a interpretar la palabra del Evangelio, palabra de verdad pero también palabra de justicia. La doctrina, considerada a nivel abstracto, era impecable, pero para los detentadores del poder ya no lo eran tanto, ni siquiera aceptables, las aplicaciones concretas que tendían a justificar el movimiento sedicioso y legitimar la sublevación interna. Exaltados por la ilusión del advenimiento de un más justo «reino de Cristo», en el que los bienes deberían ser disfrutados comunitariamente por todos, y bajo la guía de Thomas Münzer, los campesinos asaltaron y destruyeron gran número de castillos y monasterios. Lutero, que había defendido denodadamente el principio de autoridad, combatía contra los falsos profetas instigadores de malsanas pasiones, y dado que necesitaba del apoyo de los príncipes para desarrollar su actividad religiosa y propagar el movimiento reformador, intentó quedar completamente al margen del movimiento sedicioso y exculparse de toda responsabilidad condenando resueltamente la rebelión e incitando a los príncipes cristianos para que emprendieran una violenta y feroz represión. Las masas campesinas fueron cercadas y masacradas en Frankenhausen (1525), y Münzer fue capturado y ajusticiado.

En cualquier caso, el fracaso de la revuelta social había contribuido a la clarificación de las premisas que iban a sustentar la sociedad luterana en sus aspectos doctrinarios y políticos. A pesar de tan infausta experiencia, la reforma luterana continuaba haciendo prosélitos, sostenida por una pléyade de teólogos y predicadores que habían abrazado sus ideas y que, en buen número de casos, incorporaban a esta reforma una serie de modificaciones que ultrapasaban las intenciones iniciales de Lutero. Paralelamente, el emperador Carlos V desencadenaba también una amplia acción represiva, presionado por su enfrentamiento con Francia, por las fuerzas católicas y por la creciente amenaza turca. Pero no por ello se debilitó el movimiento protestante (cuyo nombre derivaría de una protestado redactada en 1529 por el grupo de príncipes luteranos y que fue públicamente presentada en la dieta de Espira), con lo que se convertía en amenaza disgregadora de la unidad del Imperio y debilitaba la capacidad imperial para hacer frente a las amenazas externas contra el mismo. La disputa entre Carlos V y los protestantes había acabado por transformarse en lucha política entre el emperador y los príncipes alemanes, conflicto que continuaría con vicisitudes alternas, sangrientas en muchos casos, hasta que Carlos V se vio obligado a aceptar compromisos escritos para intentar la pacificación de Alemania. El problema se resolvió finalmente con la paz de Augsburgo (1555), en la que se reconocía a todos los príncipes alemanes la libertad para escoger la religión que prefiriesen, luterana o católica, mientras que a sus súbditos se les respetaba el derecho a emigrar siempre que estuvieran en desacuerdo con la religión escogida por su soberano. De este modo, al menos temporalmente, quedó restablecida la paz religiosa en Alemania. Las consecuencias fueron bastante grandes para las aspiraciones católicas e imperiales. El reconocimiento de la religión reformada en un plano de igualdad sometía el catolicismo a una clara afrenta, además de a un fracaso en esta zona de Europa. Por otro lado, la autoridad imperial salía maltrecha del atormentado drama religioso, mientras que las aspiraciones autonomistas de los estados alemanes quedaban seriamente reforzadas.

Quedaba pues desvanecido el sueño de Carlos V de reinstaurar, con la unidad y la paz en el mundo cristiano, una monarquía universal acorde con el ideal político medieval. Algunos años antes, en febrero de 1546, había muerto Lutero, pero no sin dejar a sus más fervientes discípulos y a todo el pueblo una preciosa herencia.

 

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