El primer movimiento de rebeldía frente al absolutismo centralizador de Felipe II se manifestó en los Países Bajos. En este caso, como en todas las luchas internas desarrolladas en tiempos de la Contrarreforma, las motivaciones religiosas se entrelazaban con las políticas. De hecho, junto al descontento por la política centralizadora y explotadora de Felipe 11, que venía a amenazar gravemente las antiguas autonomías disfrutadas por la nobleza y la rica burguesía de los diversos países, se alineaba la confrontación religiosa entre el fanatismo católico del rey español y el rigor calvinista difundido en muchas de las ciudades de los Países Bajos.
La tensión comenzó a agudizarse cuando se pensó en la posibilidad de introducir en los Países Bajos la terrible Inquisición española, desembocando en 1566 en un violenta rebelión frente a la decidida voluntad de Felipe II de aplicar con rigidez los edictos destinados a perseguir la herejía. Los insurgentes, en gran parte artesanos calvinistas, desencadenaron graves violencias contra iglesias y eclesiásticos, mostrándose completamente inútil la cruel represión dirigida por el duque de Alba, especialmente enviado por Felipe II con el encargo de aplastar a los rebeldes. La insurrección se generalizó y mantuvo durante varios años, hasta que a comienzos de 1579 se recrudecían una vez más las disensiones religiosas entre católicos y calvinistas desvaneciéndose toda esperanza de llegar a un compromiso pacífico. En este momento los representantes de las provincias del sur, reunidos en Arras, juraban fidelidad de dependencia religiosa a Roma y obediencia política al rey Felipe II, mientras que pocos días después las siete provincias del norte (Holanda, Zelanda, Gheldria, Utrecht, Overijssel, Frísia, Groninga) proclamaban su independencia en la Unión de Utrecht, decidiendo continuar la lucha bajo la guía de Guillermo de Orange, denominado el Taciturno.
Así se iniciaba la vida de la República de las Siete Provincias Unidas, posteriormente denominada Holanda, que a pesar de ser combatida y no reconocida por España durante muchos años, estaba destinada a consolidarse rápidamente como una de las mayores potencias marítimas y comerciales de Europa, y que conseguiría a su vez constituir un precioso dominio colonial en el archipiélago malayo.
Aunque el fracaso en los Países Bajos fue enormemente grave para el prestigio de Felipe II, el soberano español no renunciaba a su ambición de consolidar la hegemonía en el Mediterráneo y en el Atlántico sin discusión posible.
En cuanto respecta al Mediterráneo decidió reemprender la política expansionista seguida por los aragoneses en otros tiempos y que Carlos V había decidido limitar durante su reinado a una estricta defensa frente a los asaltos de los corsarios turcos y berberiscos. La posesión de Orán y Túnez, reconocida a España en la paz de Cateau-Cambrésis, empujaba a Felipe II a afirmar su indiscutible voluntad de hegemonía dentro del Mediterráneo. Una muestra de esta política de fuerza seguida por Felipe II se manifestó durante la guerra de Chipre cuando decidiera unirse a la República veneciana y a la Santa Sede para hacer frente a la amenazante avanzadilla turca hacia Occidente, y sobre todo para intentar ampliar sus dominios en África septentrional. No obstante en este terreno sus resultados fueron bastante modestos, si se exceptúa la gloriosa victoria naval de Lepanto (7 de octubre de 1571).
Mucho mayor era el esfuerzo que Felipe II desarrollaba para conseguir el predominio en el Atlántico frente a la ascensión política inglesa y al desarrollo del Estado holandés.
Consolidada la monarquía y desarrollada su economía bajo el reinado de Isabel (1558-1603), Inglaterra, ya en los inicios de su ascendente trayectoria como potencia marítima y colonial, se había convertido en un terrible enemigo en este terreno, especialmente a través de la connivencia entre la corona y una serie de audaces piratas (con especial relieve destaca el célebre Francis Drake), que constituían una constante amenaza para naves, puertos y colonias españolas y portuguesas. Los piratas ingleses obtenían en sus empresas muy abundantes ganancias para sus financiadores, entre los que Figuraba, aunque no de forma oficial, la propia corona.
Faltaba un pretexto para que estallara el conflicto entre las grandes potencias europeas. Cuando en 1580 Felipe II ceñía la corona de Portugal, irritado por la creciente potencia inglesa y atemorizado por la reciente proclamación de independencia de las Siete Provincias Unidas, conseguida con la ayuda de Isabel de Inglaterra, decidió que al disponer también de la potente flota portuguesa se hallaba en condiciones de romper las hostilidades y pasar a un ataque frontal contra Inglaterra.
La ocasión se la ofreció el trágico fin de María Estuardo, condenada a muerte en 1587 por orden de Isabel, quien temía las reivindicaciones dinásticas de la ex-reina de Escocia en tanto que sobrina de Margarita Tudor, hermana de Enrique VIII; Isabel de Inglaterra sospechaba, por lo demás, del apoyo que pudiera prestar Felipe II a la Estuardo, así como de sus incitaciones a la toma del poder. En su fanatismo religioso, Felipe II perseguía la restauración del catolicismo en Inglaterra.