Hegemonía y decadencia de España (III)

6/05/15, 15:32

La muerte de María Estuardo era un abierto desafío lanzado contra el soberano español, quien decidió responder con una declaración de guerra a Inglaterra y un intento de invasión de la isla. Pero la Armada Invencible, nombre con que era conocida la potente flota hispano-portuguesa, y que según previsiones que se mostrarían exageradamente optimistas debía superar todo obstáculo interpuesto en su camino y echar abajo cualquier resistencia, fue destruida frente a las costas inglesas por las más ágiles y rápidas naves británicas (1588).

 

Se trataba de la consagración de la nueva potencia marítima inglesa y del derrumbamiento definitivo del sueño de Felipe II de restaurar la religión católica al otro lado del canal de la Mancha. El conflicto anglo-español para dilucidar la supremacía en el Atlántico tenía como acto final la destrucción de la Armada Invencible. Era un durísimo golpe asestado al prestigio de Felipe II, que en este mismo momento se vería debilitado por los acontecimientos internos franceses. En este último caso, los acontecimientos mostraban una vez más la fusión entre los problemas políticos y los movimientos religiosos de acuerdo con el espíritu de la Contrarreforma.

 

Como ya se ha dicho la hegemonía española en Europa se había visto favorecida por la difícil situación que se creara en Francia tras la muerte de Enrique II. El poder monárquico había quedado seriamente debilitado y Catalina de Médicis, la viuda del rey, se había visto obligada a contemporizar hábilmente con las dos familias más potentes de Francia, los Guisa y los Borbones, enfrentadas entre sí y situadas respectivamente a la cabeza de las facciones católica, formada básicamente por la gran nobleza conservadora, y la de los hugonotes, expresión de las tendencias innovadoras y constituida por la pequeña nobleza, los artesanos y los obreros urbanos, todos ellos descontentos a causa de sus precarias condiciones de vida.

 

Las dos familias rivales, estrechamente emparentadas con la casa reinante, no olvidaban que junto a sus diferentes finalidades religiosas tenían sus miras seriamente depositadas en el trono vacante. La crítica situación interna de Francia, que acabaría desembocando en un largo y sangriento período de guerras civiles, se vería complicada ulteriormente por las interferencias de Felipe II, que intentaba sacar ventajas de las circunstancias para intervenir, con carácter de protector incondicional del catolicismo, de modo determinante en las cuestiones internas de la política francesa.

Las guerras de religión que conmovieron y ensangrentaron Francia durante un largo lapso de treinta años a través de un complicado entramado de pasiones religiosas y veleidades políticas, con actos de crueldad y violencia inauditas, terminarían con otro fracaso político de Felipe II. La subida al trono de Francia de Enrique IV iría debilitando de forma gradual las rivalidades internas y las disidencias religiosas, de forma que las tropas enviadas por Felipe II para controlar una serie de plazas fuertes se vieron obligadas a retirarse. España, aislada en este momento, tenía que firmar con Enrique IV la paz de Vervins (1598), con la que se ratificaban los extremos del tratado de Cateau-Cambrésis y se sancionaba la renuncia española a toda pretensión sobre los territorios franceses. Era el último fracaso de Felipe II; este mismo año moriría y con él se cerraba una época que había contemplado el fracaso de su política hegemónica y había puesto de manifiesto las primeras resquebrajaduras profundas dentro de su inmenso estado y el inevitablemente comienzo del declive político de España.

 

Ya se ha indicado que más allá de toda valoración de las fracasadas aventuras de Felipe II, las causas de la debilidad española y de su impotencia para establecer una situación hegemónica en Europa residían fundamentalmente en la estructura económica y social del país, mucho más que en la propiamente política, aunque no se manifestaran sus efectos con toda amplitud durante la vida del monarca. No obstante, tras la desaparición de Felipe se acentuaría de inmediato el grave desequilibrio social que minaba la solidez del estado español y dividía su sociedad entre unos pocos ricos y privilegiados y una inmensa masa de gentes míseras y abandonadas a su triste suerte. Aumentaba de forma impresionante el empobrecimiento demográfico, del que no se veían libres ni los mayores centros urbanos, a los que afluían cada vez más desocupados, aventureros y gentes sin condiciones ni recursos; las actividades industriales y comerciales habían decaído de forma espantosa, mientras que la producción agrícola era insuficiente para alimentar a la población. A estas precarias condiciones del estado español cabía añadir la incapacidad de los sucesores de Felipe II durante el siglo XVII (Felipe III, Felipe IV, Carlos II) para afrontar este conjunto de problemas con espíritu innovador. Cuando durante el reinado de Felipe IV pasó a ocupar el primer plano del poder el conde duque de Olivares (1621-1643), sus proyectos de reorganizar la monarquía sobre nuevas bases, arbitrar una más rígida política de centralización y someter las diferentes regiones y países a crecientes cargas en los terrenos económico, financiero y militar eran señales inequívocas de una reactivación de la política imperialista en España y del derrumbamiento de toda esperanza de establecer una reforma radical dentro del estado. Con ello se sentaban las condiciones básicas para un rebrotamiento de las tensiones centrífugas, que desembocarían inevitablemente en la rebelión de Portugal (1640), concluida poco más tarde en el reconocimiento de su reconquistada independencia, y de otros países bajo la corona española, como los casos de Cataluña (1640) y el reino de Nápoles (1647-48).

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