El papel del Traductor de Inglés (I)

6/10/15, 16:09

De vez en cuando hablamos del idioma inglés, después de trabajar para alguna que otra academia ingles Madrid, me he dado cuenta de la dificultad del trabajo de traductor en todos los idiomas, inglés, francés, alemán…hace poco leí un interesantísimo texto que hoy quiero compartir con vosotros:

El traductor, en la soledad de su oficio, se encuentra escindido entre el idealismo y la precariedad. De lo primero dan cuenta hermosas frases como la de Milan Kundera, para quien los traductores son “los que nos permiten vivir en el espacio supranacional de la literatura mundial, son ellos los modestos constructores de Europa, de Occidente.. o las de James Boyd White, para quien la traducción es:

 the art of facing the impossible, of confronting unbridgeable discontinuities between texts, between languages, and between people. As such it has an ethical as well as an intellectual dimension. It recognizes the other – the composer of the original text – as a center of meaning apart from oneself.

De lo segundo, de la precariedad, dan cuenta las condiciones materiales en las que se ve obligado muchas veces a realizar su trabajo : prisas, mínimo control sobre su obra, escaso reconocimiento de su labor.

Hasta tal punto es el traductor un personaje tachado que se ha llegado a definirlo como un vidrio transparente cuya interposición entre la obra en lengua original y los lectores de la lengua de llegada no introduce (no debe introducir) ningún elemento nuevo en la comunicación que se establece entre la primera y los segundos. Hay incluso muchos traductores profesionales que comparten esta opinión. Es cierto que las pautas que rigen el modo en que debe leerse una traducción no permiten con facilidad la presencia no convocada de un testigo inoportuno que nos recuerda, en lo mejor del abrazo literario, que no estamos a solas, pero no lo es menos que lo que los lectores tienen en sus manos es un libro escrito por el traductor.

Para leer a Elias Canetti o al primer Kadaré hay que saber alemán o albanés si se los lee en castellano, se estará leyendo a Juan del Solar o a Ramón Sánchez Lizarralde. O, para ser más precisos, a1 tándem Canettil / Del Solar o Kadaré / Sánchez Lizarralde. Al no ser un personaje público, la voz del traductor permanece en la sombra, sin ser reconocida por los lectores, cosa que sí ocurre cuando el traductor es autor de reconocido preetigio.

La falacia de la transparencia es el correlato teórico de su invisibilidad material. Semejante argumento se basa en, al menos, dos proposiciones de improbable vaiidez que la diferencia fundamental entre las lenguas (y las culturas) es neutralizahle y que una  lectura puede agotar todas las posibilidades interpretativas de un texto. El traductor, ante el texto, se encuentra con eituaciones en las que debe necesariamente tomar un partido del que reconoce, con dolorosa conciencia, su inadecuación. Cuanto más alejados en el tiempo y el espacio nos encontremos de un texto o una referencia, por ejemplo, más aguda puede hacerse la ausencia de un equivalente. Por otra parte, una obra está sujeta a múltiples interpretaciones en la medida en que varian los lectores o el contexto en que se lee.

Más que definir al traductor como un personaje transparente o invisible, habría que considerar quizá que se trata de un personaje que permanece más o menos oculto (en el foso de los músicos, detrás de la cámara, en el otro extremo de las cuerdas de las marionetas) un personaje al que, como lectores, podemos decidir no ver, suspendiendo, como diría Coleridge, nuestra incredulidad, para entregarnos al goce de nuestras emociones, pero un personaje que en todo caso constituye una presencia real en el texto.

El mito de la transparencia no sólo perpetúa la condición crepuscular del traductor, sino que, al postular la posibilidad de neutralizar las diferencias culturales, constituye un poderoso mecanismo de anulación de las voces y culturas ajenas. La mayoría de la veces, las referencias a la traducción que aparecen en las reseñas de libros aluden de un modo u otro, para ensalzar o para denostar al traductor, a la cuestión de la transparencia.

Ello implica, por un lado, que el traductor, en tanto que escritor de segundo grado, ha conseguido (o no) hacer olvidar su inoportuna presencia; pero, por otro, que las posibles peculiaridades estilísticas del autor traducido habrán corrido el riesgo de ser “domesticadas” para adaptarlas al sistema lingüístico y cultural de llegada, a los gustos y las expectativas de los lectores. En la abrumadora mayoria de las ocasiones, el crítico no habrá cotejado la traducción con el original, simplemente estará haciendo una afirmación sobre la “iegibilidad” de la obra, sobre su adecuación a lo que considera un modelo de corrección lingüística. En el fondo, lo que subyace es una visión de la traducción como simple comunicación.

El proceso de traducción es, como recuerda Jiji Levy, un proceso de toma de decisiones. Estas decisiones son de dos tipos entre las diversas interpretaciones del texto de partida y entre las diversas posibilidades para su expresión en e1 texto de llegada. Tales decisiones no tienen por qué ser forzosamente correctas o incorrectas, sino que abren y cierran posibilidades, crean y eliminan relaciones, hacen y deshacen equilibrios. La traducción considerada de este modo, es una actividad que conjuga interpretación y creación.

De ahi, en primer lugar, la responsabilidad de la que está, cargada la labor del traductor, ya que, en tanto que eslabón intermedio entre la obra de partida y los lectores de llegada, se ve obligado a realizar una lectura, a fijar una lectura, que tiene el poder de condicionar todas las posteriores. La cuestión de sus capacidades exegéticas se

analizará con detalle más adelante ; sin embargo, apuntaremos ahora que su tarea lo coloca en una posición harto curiosa actúa ante el texto como un lector normal, pero, al mismo tiempo, debe esforzarse por comportarse como un lector ideal, capaz de descubrir lo que e1 texto dice, implica o presupone. Wolfgang Iser ha hablado, en este sentido, de “lector real” y “lector implícito” (aquel que el texto crea para si mismo) ; y Umberto Eco, de “lector empírico” y “lector modelo”. Pededen ser nociones pertinentes. El traductor no sólo tiene que averiguar el sentido de un texto; también tiene que identificar sus intersticios, sus espacios en blanco unos “huecos” que como lector actualiza y que como traductor algunas veces llenará y otras (la mayoría) no.

Y de ahi, en segundo lugar, la importancia de lo que Francisco Ayala llama la “formación de escritor”, su dominio de los medios expresivos en la propia lengua, a los que deberá recurrir para mantener, imitar o compensar los rasgos formales considerados pertinentes durante la exégesis y que en modo alguno constituyen una característica exclusiva del lenguaje literario.

Se ha insistido a veces en la necesidad de un bilingüismo perfecto por parte del traductor y de un elevado grado de competencia activa en la lengua de partida. Lo cierto es que la excelencia en el dominio activo de la lengua extranjera es una habilidad completamente diferente del buen uso de la lengua materna. Muchos traductores

poseen, por deformación profesional, una competencia pasiva en la lengua extranjera muy superior a la competencia activa. En cualquier caso, lo que está claro es que el traductor tiene que habitar en dos mundos, no en tres. Las posibles alteraciones de la lengua de llegada tienen que ser voluntarias, fruto de una elección estilística por su parte, no de la interferencia del sistema lingüístico de partida. Alan Duff, citando a Nigel Rees, propone un menú elaborado con errores de traducción recopilados en diversas ciudades de Europa que, entre otras exquisiteces, incluye “Hen soup, Hard egg with sauce mayonnaise, Frightened eggs, Spited rooster, Battered Codpieces, Chicken with cold, Raped carrots”. El libro de Duff hace hincapié en la traducción como escritura y constituye una seria advertencia contra esa “tercera lengua” que suele aflorar en algunas traducciones como resultado del contacto entre dos sistemas lingüísticos y culturales. Sin embargo, aunque subraya la necesidad de mantener la calidad de la escritura cuando un texto está bien escrito, añade:

It would not be perverse to say that a badly written text deserves to be badly translated. I do not mean, of course, that a translator should deliberately translate badly. Wnat I mean is that the thought and care invested by the translator should be directly proportional to the thought and care invested by the writer. The translator must think with the writer, but he cannot do Ms thinking for him.

*extracto del libro “Manual de traducción” de Juan gabriel López Guix y Jacqueline Minnet Wilkinson. Editorial Gedisa

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