Hegemonía y decadencia de España (IV)

19/06/15, 10:37

Con este cuarto artículo, terminamos la serie de “Hegemonía y Decadencia de España”:

Esta ola de rebeliones e impulsos revolucionarios había ido madurando durante la última fase de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Habiendo estallado a causa de disensiones religiosas dentro del Imperio, a modo de reedición de los enfrentamientos entre católicos y protestantes que la paz firmada en Augsburgo en 1555 no había conseguido restañar por completo, la guerra se extendió con gran rapidez a la mayor parte de Europa y acabaría por afectar a casi todas las potencias continentales, incluso a aquellas que, como Dinamarca o Suecia, se hallaban empeñadas en rivalidades políticas, económicas y comerciales por el control del mar Báltico.

Este prolongado conflicto, extendido también a los países nórdicos y a las potencias marítimas, había resucitado el viejo contraste europeo, entreverado de problemas políticos y motivaciones religiosas, entre Francia, de un lado, y España y el Imperio del otro. Y en su última fase se había transformado en una guerra de auténticas dimensiones europeas, siendo los campos de combate básicos Alemania e Italia.

La crisis interna española tendría fuertes repercusiones sobre Alemania y acabaría por influir en la conclusión de las hostilidades. El gobierno de Madrid, que desde comienzos del conflicto se había alineado junto al emperador y que con mucha diferencia había sido el principal financiador de la guerra y el más sólido sostén militar de los Habsburgo alemanes, acabó por agotar sus últimos recursos financieros al tiempo que se hallaba paralizado por las graves revueltas interiores y por la insurrección lusitana. Por su parte, el Imperio, que había soportado la guerra en su propia carne y había visto su territorio casi completamente destruido y su población reducida por el hambre, acabó por solicitar la apertura de negociaciones de pacificación a pesar de la intransigencia de España.

Cuando en 1648 se suscribió finalmente la paz de Westfalia, en una situación de cansancio general que afectaba a todos los contendientes, podía decirse que la larga época de las guerras de religión había concluido. Este hecho era en sí mucho más importante que las modificaciones territoriales provocadas por la larga guerra. El tratado final reconocía el calvinismo y la secularización de los bienes eclesiásticos acumulados hasta 1624, y al corroborar las clausulas de la paz de Augsburgo admitía que los súbditos de un príncipe que abrazase una nueva fe pudiesen conservar la suya propia. Se trataba del primer paso hacia el reconocimiento de la libertad individual de conciencia y culto.

En cuanto a sus clausulas políticas, Europa quedaba reordenada de acuerdo con el principio del equilibrio entre estados. Holanda obtenía el definitivo reconocimiento de su independencia, incluso por parte de España. Suecia, que había participado activamente en la guerra con el peso de su potente ejército, reorganizado por el rey Gustavo Adolfo, obtenía el control de la Pomerania, los obispados de Bremen y Werden y consolidaba su dominio en el Báltico. Francia, siguiendo su proceso de reforzamiento y ascensión política, que se había iniciado durante el reinado de Enrique IV, obtenía el derecho a la soberanía sobre Alsacia. A los Habsburgo de Austria se les reconocía el derecho hereditario a la corona de Bohemia.

No se permiten comentarios