Psicología y Política

25/03/15, 17:26

A primera vista, las relaciones entre la psicología y la política parecen claras. La psicología es una disciplina teorética que tiende a hacer inteligible, por procedimientos complejos, cada vez más objetivos y experimentales, la realidad psico-orgánica que es el individuo humano. La política es una disciplina práctica que trata de construir, por técnicas adecuadas, un orden económico, social, institucional y cultural, agrupando a los individuos de manera que se sientan satisfechos y puedan realizar sus más altos destinos. La relación entre las dos empresas parece, pues, evidente: la psicología proporcionaría el material, los datos de hecho; aportaría al político las informaciones que le permitirían trabajar de una manera legítima y eficaz; le guardaría de todo exceso, indicándole los límites que no debe rebasar; le mostraría dónde empiezan el fanatismo y la utopía, y lastraría la investigación política, siempre propensa a extraviarse en ilusiones y reivindicaciones abstractas, con el aspecto serio de la vida. Por su parte, la política ayudaría a la psicología completándola, demostrando que es posible deducir normas y principios de un análisis realizado correctamente. La psicología reforzaría la utilidad de la política, y la política probaría la utilidad de la psicología.

Por consiguiente, si se tratase aquí de establecer normas, sería fácil determinar en qué condiciones teóricas y técnicas pueden ayudarse ambas disciplinas, e indicar qué psicología “ideal” es capaz de apoyar a la “buena” política. Desgraciadamente, se da la circunstancia de que, en la situación actual, establecer una normalización sería absurdo e ilegítimo. La relación transparente que se acaba de señalar no es una relación de hecho: no tiene en cuenta la tradición ni la situación contemporánea de las dos empresas; desdeña las tensiones y los conflictos; desconoce el imperialismo del psicólogo y la voluntad teorética del político; pasa en silencio la historia de la psicología, historia que determina actualmente una vocación; olvida que una empresa cultural, desde el momento en que cuenta, en que ha conseguido insertarse en las actividades de la mente, tiende, por gravedad natural, a eliminar las demás o tenerlas únicamente como medios adecuados para la realización de sus propios fines.

En realidad, la psicología, a pesar de su juventud y de su incertidumbre, a pesar de los dramas internos que la desgarran —a pesar, o tal vez a causa de ellos—, se ha constituido en nuestra época en disciplina práctica, y, esto, por su propia cuenta. Combatida por los filósofos, por los metafísicos, por los sociólogos, por los historiadores, incluso por el sentido común, que discuten sin descanso la solidez de sus cimientos, quiso, por su acción, demostrar que existía. Trató, no sin empirismo, de utilizar los resultados que había adquirido por reflexión o por experiencia para formar los individuos, para condicionarles según sus propios medios. De su teoría, de su “visión”, que quiere que sea científica, dedujo técnicas que permitiesen actuar sobre el hombre. De esta manera, constituyó su reino: pasó, del gabinete de trabajo y del laboratorio, al centro de formación y de orientación. Al encontrarse en presencia de casos “patológicos” individuales cada vez más numerosos, suscitados por la sociedad industrial, quiso ponerles remedio, con sus fuerzas y según sus métodos. ¿Preocupación por prevenir lo más urgente, por intervenir inmediatamente allí donde le era posible hacerlo? ¿Ambición desmesurada? No importa. Lo cierto es que la psicología, como tal, asumió y sigue asumiendo responsabilidades políticas que la ponen necesariamente en conflicto con la “ciencia política”.

Las cosas han ido hoy tan lejos que ciertos psicólogos, arrastrados por la pasión de la psicología, consideran a esta como el remedio e incluso como el antídoto de la política. Más exactamente: a sus ojos, la pretensión de la política de limitar al hombre como “animal político es absurda y de incumbencia de la ideología: si el individuo adopta tal o cual actitud política, lo hace en función de ciertas determinantes profundas que sólo el psicólogo puede captar. Así, la psicología tiene por misión desenmascarar la política, mostrar que, bajo el manto de las reivindicaciones ideales del que “cree” en la política, hay motivaciones de orden psicológico que se pueden descubrir experimentalmente y curar técnicamente. A este nivel, el conflicto larvado se convierte en guerra declarada. Así como, a principios de siglo, el “psicologismo” quería destruir las ambiciones del lógico, así, ahora, cierta psicología, más o menos inspirada en una interpretación discutible del psicoanálisis, considera que tiene por misión liberar al individuo de su obsesión política, indicarle su trasfondo psicológico y curarlo, al hacerle perder sus ilusiones.

Inversamente, y como a modo de desquite, la política tiende a apoderarse de la psicología (advirtamos, no obstante, que, en este caso, se trata de la política militante más que de la ciencia política): una vez fijados sus objetivos, utiliza las técnicas elaboradas por los psicólogos para “condicionar” los individuos y los grupos de manera que estos acepten los fines y el programa que propone. Así, se constituyen servicios de propaganda que se esfuerzan en preparar medios de “persuasión”, empleando procedimientos que ya utilizaban las empresas comerciales para atraer a sus clientes.

Y, como si la situación no estuviese ya bastante confusa, viene a interferirse una tercera disciplina, que tampoco es ejemplo de imperialismo. La sociología, que se considera ella misma como más avanzada que la psicología y como el fundamento de toda política realista, trata de lograr una falsa reconciliación. Procura mostrar, apoyándose en sus propias técnicas, que constituye por sí sola la mediación indispensable entre el punto de vista del individuo y la práctica colectiva. Y, precisamente por esto, disgusta a las dos partes cuya oposición quisiera mitigar: la psicología se niega a dejarse dominar de esta manera, y la política no acepta que se la trate como una manera de hacer, derivada de análisis que se pretenden objetivos y que ella no controla.

Al empezar este artículo, había que señalar esta situación de conflicto permanente. Esta situación resulta, no sólo del desarrollo caótico de las ciencias del hombre en nuestra época, sino también de la ambigüedad en que se encuentra la sociedad industrial. Las dificultades son tales que cada sector de la cultura, tradicionalmente establecido, trata de resolverlas con sólo sus fuerzas. Así, más que dibujar un cuadro ideal de las relaciones posibles, vale más indicar, aun a costa de ser poco concluyentes, los elementos de una investigación histórica que permitiría superar la confusión actual y ayudar al establecimiento de esa antropología concreta a la que todos aspiramos. En esta óptica, la pregunta que se formula no es: ¿qué aporta la psicología a la política? —cuestión positiva, por no decir positivista—, sino esta, que es crítica: ¿cuál es el papel de la psicología, si la política no es solamente expresión del interés y de la pasión?

La respuesta a esta pregunta presupone un análisis histórico referente a concepciones que preceden y mucho a la institución de esta disciplina parcial que fue llamada, en el siglo XIX, psicología.

*Extracto de la ” Enciclopedia de la Psicología” de Denis Huisman (Profesor de la Universidad de Paris – Dauphine y Director de la Escuela Francesa de Agregados de Prensa.

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