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Universidad de Salamanca
GIR “Historia Cultural y Universidades Alfonso IX”
(CUNALIX)
 
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Universidad de Salamanca. Siglos XVI y XVII

Historia de las Universidades. Universidad de Salamanca.

El tránsito de la etapa medieval a la moderna irá convirtiendo a la Salmantina en universidad modelo, una especie de estereotipo de prestigio, celebrándola como la primera, afamada y más influyente universidad de las Españas. Es decir, la institución de educación superior sobresaliente entre las 32 fundaciones con grados reconocidos existentes en la Península Ibérica hacia 1625; pluriforme en materias de enseñanza, con las cátedras mejor dotadas, y la menos regional en sus contingentes de alumnado. No cabe duda de que tales primacías se debieron substancialmente al desarrollo de los estudios jurídicos y, en segundo plano, de los teológicos, con lo que se convertía en foco universitario volcado en las necesidades burocráticas de vertebrar las estructuras del Estado y de la Iglesia y asumir la defensa y expansión de la fe Católica.

Más aún, y, como alguien ha dicho, la circunstancia americana otorgó a Salamanca “la ocasión para la mayor expansión de una universidad que han visto los siglos”; expresión ésta con la que se ha querido definir la floración de numerosas universidades referentes en suelo indiano.

Por lo que se refiere al equilibrio de poderes, la consolidación de una Monarquía autoritaria desde fines del XV, con el reinado de los Reyes Católicos y sus sucesores, reafirmó la intervención regia en los asuntos académicos, a través del Consejo de Castilla, con una cierta marginación de las iniciativas papales y su protagonismo medieval. De modo que los controles estatales tomaron forma de visitadores periódicos, con potestad para impulsar y canalizar reformas y sucesivas modificaciones de estatutos internos. No obstante, el marco jurídico prosiguió dentro de las Constituciones pontificias de 1422, a las que se fueron añadiendo estatutos complementarios en 1538, 1561, 1594, 1604 y 1618, culminando con la Recopilación general de 1625, que se constituirá en flexible marco de referencia jurídica hasta 1771 y las reformas subsiguientes.

Aún cuando existieron algunos intentos de reforma, el poder ejecutivo continuó en el rector, estudiante generoso y noble habitualmente, asesorado por un consejo consultivo de 8 estudiantes, representantes de las diversas cofradías regionales de estudiantes y elegidos a propuesta de éstas. El maestrescuela catedral mantuvo el simbolismo de la autoridad papal, ejerciendo jurisdicción, mediante tribunal propio, sobre todo el gremio universitario. Asimismo, se mantuvieron los diversos claustros, como organismos de gobierno administrativo, económico y académico. Con todo, hay que señalar durante esta etapa una tendencia a la aristocratización de los poderes, intentando reducir la participación estudiantil, concentrando responsabilidades en los catedráticos de propiedad y aumentando las preeminencias de las oligarquías colegiales. Las facciones y camarillas fueron continuas y, desde mediados del siglo XVII, parece apreciarse una disolución del sistema asambleario gubernativo hacia la proliferación de juntas especiales decisorias.

La hacienda universitaria mantiene sus fundamentos medievales: la participación en los excedentes agrícolas circundantes a través de las tercias reales sobre el diezmo. Entre 1650 y 1700, las medias quinquenales de estos ingresos se situaron entre 6.000.000 de maravedís en años bajos y 15.000.000 en años prósperos, con medias seculares de 8.500.000 aproximadamente. Y, como las tercias suponían entre el 80 y 85% de la recaudación total, la universidad mimetizará en su economía el discurrir cíclico de la Castilla interior, con una situación más próspera en el siglo XVI que en el XVII, y una progresiva recuperación a lo largo del XVIII. En este contexto, el pago de las cátedras se elevaba al 50% del gasto, bien entendido que siguieron manteniéndose fuertes desigualdades en las dotaciones y pago, con predominio de las disciplinas jurídicas y las cátedras de propiedad. Las facultades privilegiadas, derecho y teología, copaban a fines del XVII el 65% de los salarios globales del profesorado, los cuales se complementaban, asimismo, con propinas de actos y grados académicos.

Sobre estas bases se alzaba el régimen docente, que hacia 1650 articulaba en torno a 26 cátedras de propiedad y unas 30 temporales, cursatorias o regencias. Estas cátedras se proveían por votos de estudiantes, según sistema boloñés que se mantuvo hasta 1623 y 1641; a partir de estas fechas fue suprimido por irregularidad, corrupción y conflictividad.Las cátedras pasaron entonces a ser proveídas por el Consejo de Castilla, lo que abocó hacia acaparamientos partidistas por parte de las oligarquías burocráticas y colegiales. Y es que los colegios, surgidos como instrumento para la conformación de una élite académica preparada para el acceso a grados, cátedras y oficios de la administración, terminaron coaligándose en intereses con los altos burócratas del aparato estatal: si éstos promovían a los colegiales a cátedras y cargos, los colegios otorgarían becas a familiares y allegados de sus bienhechores. De este modo, la seguridad de la beca colegial y el turnismo de los ascensos, primando la antigüedad y la capacidad de influencias sobre el mérito, dislocaba todo interés por el estudio.

El estudiante manteísta meritorio, no colegial, termina desmoralizándose ante los rodillos de parcialidades y camarillas. Y esta selección endogámica del profesorado tomó la forma de turnismo en las cátedras jurídicas entre colegiales. Asimismo, las enseñanzas teológicas pasan a turnos en la primera mitad del siglo XVIII, aunque anteriormente, desde 1606, se había producido una progresiva dotación de cátedras sin oposición, vinculadas a las doctrinas de órdenes diversas.

El método medieval de enseñanza se mantuvo, fundamentado en la lección magistral, la relección y las disputas académicas y ejercicios dialécticos. El principio de autoridad se derivaba de ciertos libros y autores consagrados: corpus de derecho romano y decretales pontificias; la Biblia y una escolástica teológica de predominio tomista en el siglo XVI; síntesis galénica en medicina; lógica y filosofía aristotélicas; Euclides, Ptolomeo y los clásicos latinos y griegos, etc. Todo ello se consolidó en dos tiempos, los planes de estudio de 1561 y 1594, completados con modificaciones parciales para las artes en 1604.

A partir de aquí, la Recopilación de 1625 rige como referencia, aunque con negligencias y relajaciones en su cumplimiento. Además, los abusos en el dictado produjeron considerables retrasos de los programas. Por su parte, los cursos comprendían 6 meses y 1 día desde la fecha de la matrícula, y las clases cesaban únicamente entre el ocho de septiembre y el dieciocho de octubre. No existían exámenes finales y el “pase de curso” requería tan sólo matrícula y asistencia. La revalidación de conocimientos se producía a través de los grados de bachiller, licenciado y doctor: el primero de ellos servía para el ejercicio profesional, mientras que el segundo probaba la habilidad erudita para la futura docencia, y el doctorado era mera cuestión de pompa y festejos. Todo esto tenía lugar en las Escuelas Mayores y Menores, que constituían la Universidad por excelencia. A ella se agregaban unos 20 conventos regulares masculinos y más de 25 colegios vinculados, con ciertas tensiones de disgregación y enseñanza autónoma, sobre todo en los primeros.

Con estas coordenadas, la Universidad Salmantina de los siglos modernos presenta un perfil de acusado carácter jurídico y de promoción burocrática y funcionarial: una institución estatal y eclesiástica muy vinculada al “cursus honorum” letrado, eclesiástico y administrativo. Esto no obstaculizó que, desde fines del XV y primera mitad del XVI, Salamanca se incorporase al movimiento humanista; aunque, ciertamente, ensombrecida por Alcalá que, en su apogeo renacentista, le restará alumnos. Por los años centrales del siglo XVI, la confluencia del derecho, la teología tomista, las nuevas lógicas y las lenguas clásicas, cristalizan en la llamada “Escuela de Salamanca”, cuya principal aportación supondrá la reflexión práctica sobre un conjunto de problemas de proyección europea y americana: naturaleza del poder y de la justicia; derechos de la persona y del Estado; comunidad internacional y derecho de gentes; conflictos internacionales y guerra justa; así como teorización económica y tensiones derivadas de la colonización y transculturación americana.

En este contexto, destaca la movilidad del profesorado eclesiástico, a través de sus “estudios” conventuales: Francisco de Vitoria había llegado procedente de París; y Francisco Suárez, por Valladolid, Alcalá y, más tarde, Roma, recalaba en Salamanca para culminar su obra en Coimbra. Luego, tras la participación de destacados teólogos en el Concilio de Trento, la Salmantina adopta rígidos perfiles que oscurecen la floración humanista, y la síntesis aristotélico-escolástica y el romanismo jurídico se imponen. Se entra en un “tiempo largo” de cierto tradicionalismo, que se adentra hasta la primera mitad del siglo XVIII.

En esta etapa, Salamanca permaneció fiel a los cauces jurídicos del “mos italicus”; mientras en teología se multiplicaron las escuelas teológicas desde fines del siglo XVI y las sistematizaciones escolásticas durante el XVII. El cosmos aristotélico mantiene su pervivencia hasta bien entrado el XVIII. La Universidad de Salamanca, como otras de su tiempo,  parece adormecerse, conservar sus saberes, erigirse como brazo letrado y legitimación ortodoxa de un orden social.  Puede hablarse de un cierto declive teórico en esta institución, desincorporada del racionalismo filosófico y del cientifismo experimental de la naturaleza, propios de las vanguardias del seiscientos. No obstante, su contribución a la formación de los cuadros jurídicos y administrativos de la Monarquía y de la Iglesia resultó destacada. Y esta preocupación práctica, junto al desarrollo de una teología ortodoxa, contribuyó a desatender las disciplinas de pura erudición y las lenguas auxiliares.

Además, este acusado predominio del derecho y de la teología marginó, incluso económicamente, a las restantes disciplinas; así,

a fines del XVII, la cátedra de matemáticas-astrología, junto con la de música, eran las peor pagadas de todas las de propiedad. El temor a la herejía y a las “novedades peligrosas” fija la permanencia de los viejos planes de estudio. A esto se unirá la mediocre y endogámica selección del profesorado, y una instrumentalización de los saberes como legitimación y promoción.

En este punto, cabe referirse también a la Biblioteca universitaria que, hasta 1550, fue nutriendo sus fondos e incorporando libros de humanidades. Sin embargo, estas adquisiciones disminuyen desde esta fecha, y en 1610 nos encontramos con unos locales descuidados y un contingente de 1.250 volúmenes, que rezuma saberes medievales y arcaísmo. El hundimiento de las bóvedas de la sala de lectura en 1664 ennegrece aún más el panorama, pues los libros permanecerán arrinconados y desordenados hasta 1693.

Será en la primera mitad del siglo XVIII cuando la biblioteca se remoce con nuevas compras y locales; pero cumple señalar que, durante su etapa clásica, las bibliotecas de instituciones privadas (colegios-conventos) y las particulares constituyen fondos culturales más nutridos y efectivos que la propiamente universitaria. Y cuando, finalmente, se consolidan sus fondos en el siglo XVIII, en gran parte procederán del colegio-convento de los jesuitas expulsados.

No podemos olvidar tampoco que, durante, esta etapa, la institución universitaria y, destacadamente, sus estudios de derecho, constituyeron cauces de

promoción y movilidad social. Y esto resulta particularmente cierto por lo que respecta al siglo XVI, ya que posteriormente se acentúa una tendencia a la aristocratización y selección oligárquica. Ante las perspectivas que se abrían, la matrícula alcanzó entre 5.000 y 7.000 alumnos anuales en la segunda mitad del siglo XVI, si bien a mediados del XVII se hará patente un declive que aboca a los 2.000 matriculados de las postrimerías del seiscientos. Entre ellos continuaron predominando los juristas, destacadamente los canonistas, siguiendo en importancia la teología y las artes, con pequeños contingentes de médicos.

Por lo que respecta a las procedencias, durante la segunda mitad del XVI, el prestigio de Salamanca atraía hacia sí una confluencia de estudiantes de todo el ámbito peninsular, e incluso europeos e indianos en proporciones superiores a cualquier otra universidad hispana de la época.De este modo, Salamanca se configura como la menos regional de las tres grandes universidades de la Monarquía (además de Valladolid y Alcalá); y esto a pesar del predominio del alumnado meseteño: y es así que los 9.000 portugueses que pasaron por sus aulas entre 1580-1640, podrían dar testimonio de su pluralidad. Estos estudiantes se agrupaban en asociaciones y cofradías regionales que, a fines del XVI y principios del XVII, eran ocho: Galicia-Portugal-Campos (Castilla la Vieja y León)-Vizcaya-Extremadura-La Mancha-Andalucía-Corona de Aragón.

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