Derechos humanos universales…

A lo largo de los años, y como corresponde, este quincuagésimo tercer período de sesiones de la Asamblea General será recordado como el momento en que celebramos el cincuentenario de la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Concebida tras la derrota del crimen contra la humanidad perpetrado por nazis y fascistas, esta Declaración mantuvo en alto la esperanza de que en el futuro todas nuestras sociedades se construirían sobre los cimientos de los gloriosos ideales plasmados en cada una de sus frases.

Para todos los que tuvieron que luchar por su emancipación, como nosotros, los que con la ayuda de las Naciones Unidas nos tuvimos que liberar del sistema criminal del apartheid, la Declaración Universal de Derechos Humanos vindicó la justicia de nuestra causa. Al mismo tiempo, constituyó un desafío para nosotros que nuestra libertad, una vez lograda, debía dedicarse a la aplicación de las perspectivas contenidas en la Declaración.

Hoy celebramos el hecho de que este histórico documento ha sobrevivido cinco decenios turbulentos, en los que han tenido lugar algunos de los acontecimientos más extraordinarios de la evolución de la sociedad humana. Entre ellos figura el derrumbe del sistema colonial, el fin de un mundo bipolar, los sorprendentes adelantos en el ámbito de la ciencia y la tecnología y el logro de un complejo proceso de mundialización.

Sin embargo, a pesar de todo, los seres humanos que son los sujetos de la Declaración Universal de Derechos Humanos siguen siendo las víctimas de las guerras y los conflictos violentos. Aún no han logrado ser libres del temor a la muerte que les ocasionará la utilización tanto de las armas de destrucción en masa como de las armas convencionales…

Probablemente esta sea la última vez que tenga el honor de dirigirme a la Asamblea General desde esta tribuna.

Nací cuando terminaba la primera guerra mundial, y dejo la vida pública cuando el mundo celebra el cincuentenario de la Declaración Universal de Derechos Humanos. He llegado al punto del largo camino en que se me otorga la oportunidad —como debería ser para todos los hombres y mujeres— de retirarme a descansar y a vivir tranquilo en la aldea donde nací.

Sentado en Qunu, mi aldea, y al hacerme viejo, como sus colinas, seguiré abrigando la esperanza de que en mi propio país y en mi propia región, en mi continente y en el mundo, surja un grupo de líderes que no permita que a nadie se le niegue la libertad, como a nosotros; que a nadie se le convierta en refugiado, como a nosotros; que a nadie se le condene a pasar hambre, como a nosotros; que a nadie se le prive de su dignidad humana, como a nosotros.

Seguiré esperando que el renacimiento de África eche raíces profundas y florezca para siempre, sin tener en cuenta el cambio de las estaciones.

Si todas estas esperanzas se pueden traducir en un sueño realizable y no en una pesadilla que atormente las almas de los viejos, entonces tendré paz y tranquilidad, entonces la historia y los miles de millones en todo el mundo proclamarán que valió la pena soñar y esforzarse por dar vida a un sueño realizable

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