“No le digas a mi madre que trabajo en publicidad, ella cree que soy pianista en un burdel”, es el título de un libro de Jacques Séguéla, uno de los grandes creativos publicitarios, en el que desmonta toda clase de tópicos sobre el mundo de la publicidad. También uno de mis primeros recuerdos como estudiante, una frase así no se olvida fácilmente.
Es curioso, siempre me ha recordado a la cara que pone la gente cuando dices que eres publicitaria. Esa mezcla entre desaprobación y compasión que intentan disimular con una sonrisa fingida y un “te pega mucho,siempre has sido muy friki creativa”. El estigma del publicista: Fomentar el consumismo, crear necesidades, el massmedia, el fin de la cultura… Ayudar a que la empresa conecte con su público, ¡qué despropósito! No te queda otra que reírte por dentro, dar gracias porque no todas las campañas se reducen a chicas con el pelo azul que vienen del futuro a traerte lejía y recordar las buenas campañas publicitarias, pequeñas obras de arte con las que disfruta todo el mundo.
Los publicistas somos raros, no lo voy a negar. Cuando empiezas a estudiar, lo primero que te dicen es que se acabaron los horarios, no existe eso de trabajar de ocho a tres, no puedes saber cuándo vas a tener una buena idea ni cuánto vas a tardar en desarrollarla. Ya no vas a ver la tele o una película tranquilamente, lo único que ves son estrategias publicitarias y creativas. La Comic Sans, esa fuente que llevas utilizando todo el instituto, es la mayor abominación al diseño, una gráfica en la que se utiliza la Helvética es lo más cercano al cielo, el paquete de Adobe se convierte en tu biblia y Steve Jobs es lo más parecido a un Dios.
Y al final, tras cuatro años, lo único que esperas es que dentro de un tiempo seas como ellos:


