Llegas a casa cansado, sin fuerzas para nada más, queriendo estar un rato a solas y deseando descansar.
Piensas en todo lo que tienes que preparar para las clases del día siguiente, en cómo puedes hacerlo para que los niños aprendan divirtiéndose y parece que sea imposible hacer algo original. Te planteas, incluso, si todo ese esfuerzo merece la pena.
Entonces te paras a pensarlo. Recuerdas el beso de ese alumno o alumna por la mañana diciéndote que eres la mejor profe, que eres la más guapa y, lo mejor de todo: que te quiere. Recuerdas sus risas al hacer en clase esa actividad que tanto tiempo te llevó inventarte el día anterior. ¿Qué digo esa actividad? Ese “juego”. Porque ellos piensan que es un simple juego y no se dan cuenta de lo mucho que han aprendido mientras se reían y disfrutaban jugando con sus compañeros.
Pero la cosa no acaba aquí. Sigues pensando y te acuerdas de ese alumno/a que te dijo a la salida: “profe, yo quiero que te vengas a mi casa a comer y te quedes a dormir conmigo y, si no te vienes, no me quiero ir del cole, me quedo contigo”.
Te acuerdas de todos esos besos y abrazos espontáneos, todos ellos desinteresados; de las palabras tan bonitas que te dicen tus alumnos cada mañana y ahí, justo ahí, es cuando reflexionas y te das cuenta de que, por supuesto, merece la pena.
De hecho, te das cuenta de que es lo mejor en lo que puedes invertir tu esfuerzo, ese esfuerzo que, comparado con lo mucho que te aportan tus alumnos, no es nada.



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