De la ficción se dice que es un buen modo para evadirse de lo que pasa. Pero no hay mejor analgésico para las cosas que la propia vida, cuya constitución tiene grandes dosis de olvido, falta de atención y capricho. Mientras que por mucha fantasía que se quiera añadir a cualquier relato no podremos evitar que active nuestra la imaginación, lo que siempre nos lleva a lo mismo: a recordar. Es tan imposible narrar sin imaginar como leer sin recordar, realidad y ficción son dos caras de una misma moneda.
Me hace pensar en esto un reportage de Patrick Chappatte para Le Temps, Dans l’enclos de Gaza. No nos cuenta nada que no podamos imaginar a partir de toda la información con la que nos bombardean sobre lo que está pasando en lugares como Gaza, Irak, Afganistán o Kurdistán. Pero nos sirve para tener presente, al menos durante la lectura del cómic, unas imágenes con las que no vivimos cotidianamente, salvándolas así de un olvido en el que se quedan otros lugares igual de calientes, como pueden ser Timor o Madagascar, sobre los que es más difícil hacerse una idea de lo que está pasando por falta de
Hace poco, alguien me ha llamado la atención sobre el problema de formar a unos “individuos que vienen de un mundo de imágenes”. Como era una situación solemne no le puede decir: ¿Se refiere a los hombres? Lo que sí le pude decir más tarde -aunque no me prestó atención, que yo no soy nadie y por eso cuento estas cosas en un blog- es que por qué tanto miedo a las imágenes si el hombre ha tenido que enfrentarse a ellas desde el principio; ¿por qué ahora que podemos ver árboles enmarcados en una pantalla tenemos que hablar de ellos de un modo distinto? ¿qué diferencia hay entre lo que reconocemos como un nogal y el nogal que reconocemos en la televisión? Sólo me dijo uno de esos “ciertamente” que se usan para dejar pasar los cosas.
Más allá de mi simplificación del asunto, es cierto que vivimos una época donde se narra con imágenes y nos hemos habituado a leer mirando. Pero proponer una solución que pasa por hacer progresar la pedagogía es un ejemplo de lo abandonado que tenemos al sentido común.
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