Las primeras referencias sobre toros y toreros se hallan en torno a la provincia de Salamanca. En un capitel que perteneció al convento-palacio de Santo Domingo, fundado a finales del siglo XIII en la ciudad de Toro, aparece una figura arrodillada con un trapo o capa en la mano izquierda en actitud de provocar la embestida de un toro. Y en cuanto a las noticias de fiestas de toros como regocijo público, las hay en documentos de los siglos X y XII. En 1080, recién conquistada Ávila, para festejar la boda de una noble pareja, se dio una corrida, que se relata en la “Crónica de Ávila”, en la que por vez primera, que se sepa, se menciona el toreo a pie: “Los nobles (a caballo) y otras gentes de a pie lidiaron seis toros bravos y esquivos, con gran solaz y folgura de los que tal oteaban por dicho coso…”
En las “Leyes de Partidas” de Alfonso X, que por cierto, en su redacción intervino la Universidad de Salamanca, prohíbe y persigue el toreo de aficionados, popular como espectáculo público, y en cambio lo admira como ejercicio de destreza, propio de la clase noble.
Pero vamos a olvidarnos de todos estos datos, para concretarnos en los que atañen en particular a Ciudad Rodrigo.
En el archivo de Salamanca, se puede encontrarnel documento más antiguo en el que se hace referencia a las fiestas de toros en Ciudad Rodrigo.
Se trata de un “Oficio de los Reyes Católicos de Ciudad Rodrigo sobre la manera que se han de gastar los propios” del Concejo, fechado en Barcelona el 24 de septiembre de 1493.
Los Reyes Católicos al ver que en las cuentas del Concejo de Ciudad Rodrigo había tantos gastos (bebidas, comidas, festejos y toros), cuentas que controlaba un corregidor llamado Francisco de Vargas, enviaron al licenciado Sancho de Frías para que estudiara y analizara los gastos. Solo se podrían realizar gastos excesivos (tres mil maravedís) en la noche de San Juan (Junio de cada año). En cuanto a los toros únicamente se permitiría el gasto para seis toros al año, repartidos como ellos prefirieras en las diferentes fiestas, dejando la piel y la carne para los ganaderos que les cedían los toros
No sabemos si el corregidor haría mucho caso de esta orden de los Reyes, o inventaría alguna otra fórmula para salir del paso, enfrascados como estarían por el regreso de Colón en cosas más importantes, pues Hernández Vegas dice que en la segunda mitad del siglo XVI se corrían toros en la Plaza Mayor todos los días de fiesta en el verano y, con cualquier otro pretexto, el resto del año.
Y un motivo especial lo dio, por julio de 1561, el cardenal don Francisco Pacheco al visitar nuestra ciudad, ocasión que aprovechó el Concejo para homenajearlo por haber sido elevado a la dignidad cardenalicia, celebrando una corrida de toros en la Plaza Mayor. El cardenal asistió a la corrida contemplándola desde los corredores del Consistorio, que habían sido engalanados convenientemente y donde se había encomendado a don Antonio del Águila y a Diego Sánchez de Paz “que tengan colación para que le dé”.
Sin duda esta colación era necesaria por la mucha duración de las corridas, y el Concejo lo propuso, sabedor de que en Salamanca era costumbre que durante las largas horas que duraban los festejos, se repartieran a los catedráticos de la Universidad, en su mayoría religiosos, algunas golosinas y refrescos que, según los estatutos de 1561, no podían pasar de cinco colaciones, dos de frutas verdes y tres de otras clases, a cargo de la Universidad.
Tuvo suerte el cardenal, porque después que los papas Alejandro VI y Julio II celebraron corridas en la mismísima Roma, vino San Pío V que se declaró contrario a ellas y ordenó al gobernador de Roma que las prohibiera bajo pena de muerte, publicando después, el 1 de noviembre de 1567, la Bula “de Salutate Gregis” que decía entre otras cosas: “prohibimos bajo pena de excomunión, ipso facto incurrenda, a todos sus príncipes, cualquiera que sea su dignidad, lo mismo eclesiástica que laical, regio o imperial, el que permitan estas fiestas de toros”.
La Bula, parece ser, no se publicó en España, pero llegó a conocerse y el revuelo que se formó fue enorme, y más si tenemos en cuenta que hasta Carlos I había matado majamente un toro en Valladolid.
Más tarde Gregorio XIII suavizó las cosas con la publicación, en 1585, de la Bula “Exponi nobis”, a instancias de Felipe II, en la que levantaba las censuras y penas de su antecesor, pero dejando las que afectaban a los clérigos y religiosos y la no celebración de corridas en días de fiesta.
Y entonces el clero secular y regular pusieron de nuevo el grito en el cielo y, nunca mejor dicho, revolvieron Roma con Santiago, en especial la Universidad de Salamanca a la cabeza, gran paladín en esta y otras ocasiones en defensa de las corridas de toros. A las protestas de la Universidad se unieron el Rey, el Consejo y hasta el Nuncio.
Se formó la de tirios y troyanos, unos en pro y otros en contra, interviniendo en la refriega el famoso y célebre jurisconsulto mirobrigense, el doctoral de la catedral, Juan Gutiérrez, que tomó partido por la oposición, pesando su tesis lo suyo, hasta que el propio Fray Luis de León diera la idea más acertada para la defensa, apoyada por la mayoría, la que Felipe II esgrimió ante el Papa, esta vez ante Clemente VII, que en 1596, acogiéndose a la justificación de que en sí las corridas no eran malas, y que pudieran ser ventajosas para la milicia como adiestramiento en el manejo de las armas y se hicieran a los peligros y se endurecieran para la lucha levantó todas las penas y prohibiciones (salvo alguna que concernía a los frailes), idea que nuestro Ayuntamiento había alegado como razón fundamental para que no se prohibieran.
Sin duda, en las corridas celebradas por esta época, los toros eran lidiados a caballo, y alanceados con largas varas de pino, ayudados los caballeros por dos servidores de a pie, uno con una capa para atraer al toro hacia el jinete, y otro portando las especies de garrochas que pudiera necesitar.
También era costumbre, más tarde desechada, el soltar en la plaza perros alanos o dogos que acosaban a las reses agarrándose a las orejas o sujetándolas por las corvas, hasta que las rendían. Los perros eran soltados sólo cuando se tocaba a “jarrete”. Un testimonio de esta costumbre lo tenemos primorosamente reflejado en una misericordia del coro de la Catedral, un perro acosando a un toro, tallado por Rodrigo Alemán, que posiblemente en alguna ocasión fuera espectador en Ciudad Rodrigo de un espectáculo semejante.
Aun cuando en 1525, en tiempos del obispo Pedro Portocarrero, se prohibe a los canónigos, so pena de cien ducados, el “que sean máscaras y jueguen cañas”, cita en la que se parece vislumbrar la celebración de carnavales mirobrigenses, lo cierto es que el dato más concreto y más antiguo sobre la celebración de estas fiestas en Ciudad Rodrigo lo aporta Lope de Vega en su obra “La buena guarda” o “La encomienda bien guardada”, que terminó de escribir el 16 de abril de 1610, y cuyo argumento, en parte, se desarrolla en nuestra ciudad, en la que , sin duda, Lope estuvo en varias ocasiones.
El amigo Antonio Custodio (Amadís de Miróbriga), en un artículo publicado en 1968 en el primer número de la revista “Ciudad Rodrigo es así…”, que se dedicó para conmemorar la prefabricación de una efeméride, el 250 aniversario de los Carnavales mirobrigenses dice que en el “Libro del Bastón”, redactado en 1710, están comprendidas las ordenanzas para regular la lidia de reses: “ Las fieras no podrán ser heridas ni maltratadas. Los toros no podrán nunca atarse con maromas. Los toros no podrán portar haces de leña encendidos. Los toros no podrán ser “acuchillados” ni “apuñalados” con alevosía, ni directamente. Los toros únicamente pueden ser sorteados a cuerpo limpio y no se les podrá martirizar…”
No sólo los papas prohibieron las corridas de toros. En 1929, cuando ya estaban organizándose las corridas del aquel año, una R.O. prohibió las capeas de los pueblos. La noticia causó en Ciudad Rodrigo una verdadera conmoción. El alcalde de aquel entonces, don Manuel Sánchez Arjona, ante la imposibilidad de que el gobernador de la provincia hiciera una excepción, recurrió en Madrid ante el propio presidente del Consejo de Ministros, general Primo de Rivera, que no podía revocar la R.O. ni tampoco hacer una excepción con nuestra ciudad, pero en connivencia con el alcalde, campechanamente, admitió una posible componenda de la que se responsabilizaría únicamente el alcalde por la contravención de la Orden.
Al conocerse en la ciudad que los Carnavales estaban salvados, la comparsa de los “Becuadros” compuso, en honor del “Buen Alcalde”, un pasacalle que aún perdura en el recuerdo de los mirobrigenses y que aún se canta en los Carnavales evocando aquella ocasión
Ahora….el Bolsín Taurino, las Peñas (¡qué magníficas Peñas!) “ Los Pocapenas”, “Los Payasos”, la Reina de las Fiestas, el Pregón, todo Ciudad Rodrigo han hecho que el Carnaval mirobrigense vuelva a resurgir en todo su esplendor.




