Las TIC no son cosa de niños

27/02/17, 9:22

Es necesaria una cierta osadía y un punto de inconsciencia para explorar lo desconocido. Ambos rasgos se manifiestan de forma particularmente acentuada durante la etapa de crecimiento del ser humano, cuando incluso la configuración del cerebro se presta a una diferente (y más atenuada) percepción del riesgo, junto a una puesta a prueba constante de las habilidades y aptitudes propias. La persona va ganando en autonomía, buscando la independencia respecto de sus progenitores y su identidad en nuevos grupos de individuos. Sucede en el siglo XXI, simplemente, que la exploración va más allá del espacio físico (aunque fuera cada vez más amplio) de la localidad de residencia, pues las tecnologías de la información y comunicaciones (TIC) permiten asomarse al mundo entero. Y el grupo de referencia ya no es, necesariamente, el formado por unos pocos amigos a los que se conoce físicamente, sino “contactos” con los que se comparten ideas y con los que se puede interactuar a distancia.

En definitiva, los niños, adolescentes y jóvenes de hoy tienen las mismas inquietudes de siempre, pero con todo un arsenal de dispositivos y posibilidades que muchos padres y educadores no saben cómo manejar. El peligro no deviene tanto de la tecnología cuanto de la ausencia de formación para su uso y disfrute, puesto que quienes tendrían que proporcionarla, sencillamente, no saben cómo hacerlo y, lo que es peor, muchas veces dan un pésimo ejemplo e, incluso, provocan la materialización de ciertos riesgos.

Desde diversas instituciones y asociaciones (Agencia Española de Protección de Datos, PantallasAmigas, Internet Segura for Kids y otras muchas) se vienen proponiendo distintas prácticas para “vigilar” la utilización de la tecnología por los menores: poner los ordenadores en zonas comunes de la casa, conocer sus contraseñas (al menos, hasta una cierta edad), ser incluidos (los padres) como amigos en las redes sociales, insistir en el rechazo de invitaciones para seguir o chatear con desconocidos (entiéndase por tales, personas que no son conocidas “en el mundo real”, físico), respetar los códigos de edad y contenidos de los videojuegos (al comprarlos para regalárselos), generar un clima de confianza que facilite la comunicación con el menor y que éste se sienta libre para denunciar acosos o conductas impropias de terceros… Y, por supuesto, ir dando acceso a los diferentes dispositivos (en particular, al móvil) a una edad razonable, en función no solo de su entorno sino de su propio desarrollo personal, utilizando, incluso, “contratos de uso” para implicar a los hijos en la progresiva asunción de responsabilidades (pueden verse los modelos propuestos por el Grupo de Redes Sociales de la Policía o los más recientes de is4k para móviles y tablets).

Pero, ¿de qué sirve todo ello si luego muchos padres no tienen siquiera unos mínimos conocimientos de las tecnologías que ellos mismos y sus hijos manejan (ordenador, tablet, videoconsola, móvil…)? ¿Están los ordenadores de la casa actualizados, con programas antivirus, cortafuegos y, en su caso, de control parental? ¿Saben cómo poner contraseñas seguras? ¿La red wifi de casa está protegida? ¿Tienen los móviles desactivadas las opciones de geolocalización ligadas, por ejemplo, a las apps sociales o a la toma de fotografías? ¿Están activadas las opciones de seguridad e información de las tarjetas de pago para ver cuándo y dónde son utilizadas? ¿Configuran su nivel de privacidad en las redes sociales? Muchos, por pereza, desidia o la simple sensación de sentirse abrumados y superados por tanto avance, nunca han pensado sobre estas (y otras muchas) cuestiones, dejándolo todo tal cual ha quedado instalado o venía al comprarlo, y poniéndose a sí mismos y a sus hijos en riesgo (patrimonial y personal).

Pero, además, resulta que muchos padres no son conscientes de que los hijos tienen sus propios derechos, independientes de los suyos, y a los que las (irresponsables) conductas paternas pueden afectar gravemente. Normativamente no hay ninguna duda (no hay exclusión alguna en la LO de Protección de los Derechos al Honor, Intimidad y Propia Imagen, ni en la de Protección de Datos; y son expresamente contemplados en la Ley de Protección Jurídica del Menor), siendo incluso ejercitables tales derechos por los propios menores, bien a partir de ciertas edades (p. ej., los 14 años para disponer de los datos personales propios, según el art. 13 Reglamento LOPD), bien en función de su grado de madurez. En todo caso, la labor de los padres como representantes de los hijos, en ejercicio de la patria potestad (auténtica “función” o “responsabilidad parental”, en terminología que ya encuentra reflejo incluso en el Código Civil y que apunta no tanto a la parte de “derecho” cuanto de obligación para con la prole) ha de acomodarse siempre a la personalidad y madurez de sus hijos, y con respeto a sus derechos. Sobre la tensión entre los derechos del menor y la función de los padres ya ha tenido ocasión de pronunciarse el Tribunal Supremo, en S. de 10/12/2015: En este caso se dio validez a las pruebas obtenidas por la madre que entró a la cuenta de Facebook de su hija sin el permiso de ésta (no se aclara cómo consiguió la contraseña) cuando existía una fundada sospecha (“claros signos”, dice el TS) de que estaba siendo víctima de un acoso sexual a través de la red. El derecho del menor a su privacidad existe (expresamente, como he dicho, art. 4 LOPJM), incluso frente a sus padres, pero tiene límites en la propia función tuitiva sobre el menor. Acota el Tribunal que “no puede el ordenamiento hacer descansar en los padres unas obligaciones de velar por sus hijos menores y al mismo tiempo desposeerles de toda capacidad de controlar en casos como el presente, en el que las evidencias apuntaban inequívocamente en esa dirección. La inhibición de la madre ante hechos de esa naturaleza, contrariaría los deberes que le asigna por la legislación civil”.

Ahora bien, dados los nuevos usos sociales, muchas veces los propios padres no son conscientes de su posición y obligaciones para con los menores, actuando, como ellos, sin pensar. Así, ¿cuidan sus hábitos y tiempos de uso de los dispositivos, o están también “enganchados” y resultan ser “dependientes” de los mismos, utilizándolos delante de los menores en cualquier contexto y a cualquier hora? ¿Tienen en cuenta la exposición de sus hijos cuando cuelgan fotos familiares en las redes sociales o las ponen como imagen de sus perfiles (incluso en Whatsapp…)? ¿Les piden permiso si tienen más de 14 años y, por lo tanto, pueden disponer de sus propios datos personales? Con las fotos, etiquetados y comentarios en redes sociales, al amparo de la (irreflexiva) emoción del momento, se transmite todo tipo de información sobre la localización (aunque no aparezca en la imagen o no se puedan deducir de la misma, sí podría llegar a ubicarse a través de los metadatos del archivo), costumbres, hobbies, etc. y, lo que es peor, se forma a los menores en una cultura sin privacidad ni cuidado de la imagen propia (¿es eso que se ha dado en llamar “extimidad”?), en la que se alienta su inconsciencia natural, y sin medida de los riesgos reales. ¿Por qué va a tener cuidado el hijo, si no ve que lo tengan los que son sus primeros modelos de conducta, sus padres?

Algo similar ocurre en los centros educativos. No quiero aquí cargar la responsabilidad en los docentes (que quedan muchas veces “a los pies de los caballos”, entendiendo por tales, entre otros, a los medios sensacionalistas, incompetentes supervisores, haters en redes sociales y algunos padres con una idea un tanto sui generis de lo que es “educar”), sino en los centros en sí y sus normas o, más bien, la ausencia de las mismas. Ciertamente, los maestros y profesores debieran conocer mínimamente el funcionamiento, configuraciones básicas y posibilidades para la enseñanza de los dispositivos y sistemas operativos al uso, para poder decidir si las utilizan o no en el aula. Pero es difícil que lo hagan si luego no cuentan con una normativa que les ampare, sea cual fuere su decisión, ante los excesos o malos usos. La presencia del móvil en los centros no está regulada con carácter general en la mayoría de normas educativas o de protección de la infancia (entre las excepciones, véase, por ejemplo, el art. 22.4 de la Ley de Protección Social y Jurídica de la Infancia y la Adolescencia de Castilla-La Mancha), por lo que debieran ser los centros los que implementaran reglas en sus proyectos educativos o políticas internas de funcionamiento que previeran tales usos (permitiéndolos, limitándolos o prohibiéndolos), estableciendo protocolos de actuación para, en su caso, retirar (y guardar en lugar adecuado y con las debidas garantías para el aparato y los datos que contiene…) los dispositivos durante las horas lectivas. Porque, “que se preparen como le toquen el móvil al niño”, que escuché de boca de un airado padre, en el curso de una charla donde preguntó un profesor si podían retirarle el móvil a un chaval particularmente aficionado a su uso. Hay entornos y límites, y debieran reconocerse ciertos grados de autoridad. Ya la Audiencia Nacional (S. de 26/09/2013) ha dictaminado que cuando entran en conflicto el derecho a la privacidad del menor con los derechos de otros menores que pueden estar siendo lesionados (como la intimidad, por cuanto había, en el supuesto, unas fotos comprometidas de por medio), el colegio puede solicitarle al menor el acceso al móvil aun sin estar presentes sus padres (en el caso, el menor, de 12 años, lo desbloqueó en presencia del director y el jefe de estudios para ver el intercambio de imágenes, pero sin sus padres, que denunciaron). Ello así, dijo la Audiencia, por cuanto el derecho a la protección de datos encuentra en este punto su límite en la misión de interés público que el centro tiene asignada y para la cual ha de proteger también los derechos de los demás menores.

Mas la cuestión de las TICs en los centros presenta otras muchas aristas. Son pocos los que disponen de protocolos o formularios para recabar el consentimiento de los padres (o de los propios menores mayores de 14 años) en relación con las imágenes tomadas en sus instalaciones durante actividades docentes o extraescolares, así como (o muy especialmente) su posterior uso (en revistas del colegio, o en su web), actividades que constituyen, sin ninguna duda, un auténtico tratamiento de datos personales del cual el centro es responsable. Debieran también informar a los padres sobre la posible vulneración de derechos de otros menores por las fotos que tomen a sus propios hijos durante tales actividades, en particular si luego las cuelgan en la Red. De hecho, la AEPD desaconsejaba tradicionalmente subir imágenes que permitan identificar a un menor mediante su ubicación en el contexto de un colegio o una actividad determinados.

Y ¿qué hay de las cámaras de vigilancia en los centros educativos, sobre cuyo papel se discute en la actualidad, vinculado a la prevención del acoso y el mantenimiento del orden en los colegios? Su instalación despierta enconados debates en la comunidad educativa, padres y sociedad en general, con posiciones a favor y en contra, con matices según se instalen en patios, pasillos o aulas, según con qué finalidad… La AEPD ha dictado ya varias resoluciones e informes al respecto, señalando los requisitos exigidos para el caso de que se instalen, garantizando la información a facilitar incluso a nivel comprensible para los menores, y que no puedan utilizarse para otras cosas que no sea garantizar la seguridad del centro y de los propios estudiantes (principio de proporcionalidad, si no hay alternativas menos invasivas). En todo caso, su necesidad pone de manifiesto en ocasiones la impotencia de los maestros y profesores, cuya autoridad parece estar siempre en cuestión y su labor bajo sospecha, exigiéndose pruebas “tangibles” (más allá de su propia declaración) de cualquier valoración de la conducta del menor que pueda ser merecedora de algún tipo de reproche. Claro que, en algunos casos (de esos sui generis a los que antes aludía…), ni aun así: “Ése no es mi hijo”, afirmaba rotundamente una madre, en el instituto de un amigo mío, cuando le mostraron cómo el chaval destrozaba mobiliario del colegio; “parece él, señora, sin duda: su ropa, su mochila, sus gestos, su cara cuando mira directamente a la cámara…”. “Que no es mi hijo, ¡caramba!”, concluyó la mujer (aunque, bueno, ella empleó otra palabra).

Como puede verse, volvemos una y otra vez a las conductas de los adultos, en especial los padres, a muchos de los cuales la Sociedad de la Información ha pillado con el pie cambiado y son ya “muy mayores para estas cosas” (que queda mejor que llamarlos “analfabetos digitales”). Los jóvenes son, como siempre, inconscientes; no es su culpa, están genéticamente programados para ello, como nosotros antes que ellos, y que el tiempo y la edad actualizaran nuestro sistema operativo. Pero, para llegar a la vida adulta medianamente indemnes, necesitan no solo de una guía, sino también ver en su entorno, en el marco de las actividades cotidianas y sin aparentes pretensiones educativas, comportamientos ejemplares, pues la imitación no deja de ser una de las bases del aprendizaje. Sería una buena idea que en nuestro propio uso de las ya no tan nuevas Tecnologías de la Información implementáramos prácticas seguras y nos tomáramos unos segundos antes de disponer de la imagen y privacidad propias y de nuestros hijos.

Incluso aunque seamos famosos, ¡caramba!

Juan Pablo Aparicio Vaquero

Prof. Titular de Derecho Civil (USAL)

Tutor en la Clínica Jurídica de Acción Social (“Menores e Internet”)

Proyecto de Investigación “Privacidad y redes sociales” (DER2013-42294-R)

jpav@usal.es

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