Cuando llevábamos ya algunas semanas de clase, se nos preguntó quién era, para nosotros, el verdadero protagonista en la educación.
Las respuestas fueron diversas. Hubo quien opinó que la sociedad en su conjunto, como beneficiaria de los resultados de una buena educación, otros interpretaron que eran las familias, como agentes con los cuales es imprescindible colaborar y estrechar lazos, mientras que la mayoría, entre los cuales me incluyo, coincidimos en responder que los protagonistas eran los profesores, en tanto que son los que ponen en práctica todos los elementos que se encuentran a su alcance para el desarrollo integral del alumno.
Solo unos pocos acertaron con la verdadera respuesta: el protagonista en la educación ha de ser el alumno. En la medida de lo posible, pues no hemos de olvidarnos del hándicap que impone la masificación en las aulas, todo ha de girar en torno al estudiante. La metodología, la atención, la secuenciación y organización de contenidos didácticos, todo ha de establecerse con arreglo a las características particulares de los alumnos.
No obstante, cabe la siguiente reflexión. Yo, como futuro profesor, como futuro actor secundario, tengo que asignarle una importancia extrema a mi papel, aunque no sea el protagonista. Tengo que ser responsable y exigente en la función que me corresponde en el escenario que suponen las aulas, para que mis alumnos consigan desarrollar no solo su potencial cognitivo, sino también el afectivo y social. Solo así, el día de mañana, cuando mi misión profesional finalice y vea caer el telón, podré sentir la satisfacción de una obra bien llevada a cabo.
Aunque, en ningún caso, esperaré la ovación cerrada de público alguno, pues mi tarea, así lo percibo en este momento, consistirá en el trabajo continuo, en ese silencioso día a día, esfuerzo que no será llamativo pero que es factor común de todos los grandes avances que a la larga suponen una mejora en nuestra sociedad y en nuestra vida.
Aún no hay comentarios.