El desconocido

“El desconocido”

J. Guillermo Sánchez León.

[La versión radiofónica la podeis escuchar pulsando AQUI]

Llegué a las 3:10 de la tarde. Al bajar del autobús un tórrido viento golpeó mi cara. No me extrañó: era un 4 de julio y estábamos en plena canícula. Nadie me esperaba, arrastré mi voluminosa maleta hacia la casa de mis octogenarias tías, que me recibieron con su afabilidad habitual. Las gruesas paredes de la casa y las ventanas casi cerradas conservaban el frescor en su interior.   Venía dispuesta a pasar todo el verano. Probablemente me aguardaban unas vacaciones aburridas (¡cuán equivocada estaba!), pero en ese momento era casi lo que me apetecía. Además, no andaba sobrada de dinero para permitirme ir de turismo; en mi reciente divorcio había tenido que compensar generosamente a mi exmarido para quedarme con nuestra vivienda. Era un pueblo, que rondaba los tres mil habitantes. Cuando yo nací era mucho mayor, pero la emigración masiva había reducido drásticamente la población. Algunos volvían ya jubilados a pasar sus últimos años. Lo dejé muy joven para estudiar filología francesa. De eso hacía ya casi 30 años, y desde entonces solía venir en vacaciones.

 

Como todos los años una de las primeras cosas que hice fue visitar la tumba de mis padres. Estaban enterrados en un pequeño panteón de mi familia materna, que aderecé colocando unas flores. No sé cuánto tiempo permanecí ensimismada en mis recuerdos. Hice un pequeño recorrido por el cementerio fijándome en las fechas inscritas en las lápidas. En la mayoría ocurría como en las de mi familia: podía seguirse el árbol genealógico de una rama de ellas.  Atrajeron mi atención las tumbas descuidadas, que normalmente contenían un solo nombre con fecha de fallecimiento ya lejana.  Me preguntaba, como había hecho en otras ocasiones, a quiénes correspondían esos nombres y qué vidas desgraciadas o fascinantes habían tenido. ¿Por qué nadie se preocupaba de esas lápidas?  Volví a casa y estuve el resto del día dándole vueltas a aquello. Se me ocurrió que podría realizar una pequeña investigación sobre los enterrados en esas tumbas olvidadas: nombre de los padres, hijos, y algún otro dato que pudiese encontrar. El ayuntamiento mantenía un sitio web dedicado a los personajes ilustres del pueblo, podría añadir una nueva sección dedicada a las tumbas olvidadas que incluiría una fotografía de cada una acompañada con la información que yo recopilase. De esta manera, alguno de sus antecesores, que accediesen a través de internet, se encontraría con parientes que ni imaginaba, e incluso podría completar su biografía. La idea se la comenté con el concejal de cultura esa misma tarde. Era conocido (en el pueblo casi todos lo éramos), y le pareció una idea estupenda que podía contribuir a dar algo más de contenido a su exiguo sitio web.  Creí que me mantendría entretenida unos pocos días, tal vez una semana. En cierto sentido sería una pequeña obra de caridad con esas personas olvidadas. Además, me entusiasmaba la idea, nada raro en mí, que tiendo a ilusionarme con cualquier cosa.

A las 9 de la mañana ya estaba en la puerta del cementerio. Como una buena colegiala, llevaba cuaderno, bolígrafo y una sencilla cámara fotográfica digital. Tras una breve visita al panteón familiar me puse manos a la obra. De cada lápida solitaria anoté nombre inscrito, fecha si la había, y tomé una fotografía. Me llevó toda la mañana, que aguanté estoicamente a pesar del bochorno.

Al atardecer me senté en su hermoso patio con mis dos tías, que se mostraron prestas a colaborar. Fui enumerando cada lápida, y en una primera criba eliminé aquellas que estaban claramente emparentadas con otras situadas en el mismo cementerio. Mis tías las identificaron sin dificultad. También descarté las de fecha relativamente reciente  y las que no tenían fecha, pues de ésas no sabría cómo conseguir información. Me quedaron una veintena. De ellas, tres correspondían a nombres extranjeros, que son las que me resultaban más enigmáticas.  Con la lista seleccionada realicé varias visitas a la parroquia y al juzgado de paz para ver los libros con registros de defunciones. A los nombres inscritos en 17 lápidas conseguí añadir los de los padres, hijos si los había, causa de muerte y alguna que otra información adicional del finado. Me llamó la atención que la mayoría habían muerto por parada cardíaca, pero entendí que era una fórmula habitual empleada por los médicos para certificar las defunciones cuando no tenían clara la causa de muerte. No cabe duda de que todas acaban en parada cardiaca y así no había posibilidad de error. En varios casos correspondían a muertes de personas ajenas al municipio que por alguna razón se encontraban temporalmente en el mismo. Tal vez sus familiares lo enterraron y acabaron olvidándose de la tumba. Me quedaban tres casos sobre los que prácticamente no había registros: uno correspondía a Walter Kirchhoff, fallecido en 1944. La única información, o mejor dicho falta de ella, que tenía era la que aparecía en el registro de defunciones del juzgado de paz y en la que la información se indicaba entre interrogaciones:

 

“Nacimiento: ¿Alemania 1879?; padre: ¿Herbert Kirchhoff?; madre: ¿Lilli Lehmann?; causa del fallecimiento: parada cardíaca (Dr. Miras). Nadie reclama el cadáver”.

 

Las interrogaciones indicaban las dudas del que escribió el registro, probablemente el juez. Lo comenté con mis tías, que en 1944 rondarían los 20 años, pero no recordaban nada sobre el hecho. Me sugirieron que tal vez el Dr. Miras conservase algún registro sobre las defunciones que había certificado. El problema era que había muerto hacía más de 40 años, y tendría que hacerlo con su nieto Jesusito -así lo llamaban pese a estar bien metido en la cincuentena-, que vivía en el pueblo. Jesús era un maestro con prestigio de ser buen enseñante. Me enteré de que Jesús estaba de vacaciones, pero volvería en breve.  Mientras tanto, tal vez yo podría encontrar alguna información en Internet. No tenía ordenador, pero supe que, en la biblioteca, en la que había pasado tantas horas en mi infancia, los había disponibles para el público.

Escribí en el buscador “Walter Kirchhoff 1879”, y me apareció un vínculo a una página en alemán que decía “Walter Kirchhoff 1879-1951, deutscher Sänger”. Hay que decir que en 2005, cuando realicé esta consulta, Internet estaba lejos de alcanzar el desarrollo que tuvo años después, los sistemas de traducción automática eran muy deficientes. En la universidad había tenido una asignatura de alemán y aún conservaba nociones del idioma, por lo que sabía que “deutscher Sänger” significaba “cantante alemán”. El nombre y el año de nacimiento coincidían, pero aparecía 1951 como año de fallecimiento, luego no podía tratarse de la misma persona. Probé búsquedas con otras combinaciones, que me llevaban a páginas donde Walter Kirchhoff, Herbert Kirchhoff y Lilli Lehmann aparecían como cantantes de ópera con discos comunes. Quizás el Walter Kirchhoff de la lápida tenía alguna relación con el tenor Walter Kirchhoff. Seguí buceando en internet y llegué al convencimiento de que el nombre de Walter Kirchhoff no correspondía a la persona allí enterrada, lo cual corroboraba las dudas del juez que registró la defunción con el nombre entre interrogaciones.  Una nueva búsqueda me llevó a una página web francesa sobre la película Joyeux Noel, que acababa de ser estrenada, que narraba un hecho asombroso ocurrido en la Primera Guerra Mundial: en la nochebuena de 1914 las tropas alemanas comenzaron a cantar villancicos en alemán, a lo que las tropas británicas en las trincheras de enfrente respondieron con villancicos en inglés, y poco después se reunían en una celebración conjunta los soldados de ambas trincheras. Walter Kirchhoff era el tenor que inició el episodio cuando comenzó a cantar Stille Nacht (Noche de Paz) ¿Era una coincidencia o el desconocido de la lápida había elegido, por alguna razón oculta, el nombre de Walter Kirchhoff?  El desconocido de la lápida se estaba convirtiendo en una obsesión.

Esperaba con impaciencia la vuelta de vacaciones de Jesús Miras, pues él sabría si su abuelo había dejado algún archivo que me permitiese avanzar en mi investigación. Por fin nos encontramos, y me trató con su parsimonia habitual, que me sacaba de quicio. Me contó que su abuelo, al que apenas conoció, pues había muerto cuando él tenía 8 años, era una persona muy meticulosa. Los libros y archivos de su abuelo probablemente estaban en la última casa en la que vivió y que estaba deshabitada desde hacía años. Quedó en visitarla y telefonearme con lo que allí encontrase. La llamada se dilató poco, tal vez forzado por mi actitud apremiante. Había encontrado el archivo médico de su abuelo, y estaba dispuesto a facilitarme el acceso si estaba interesada en escudriñarlo. ¡Naturalmente que lo estaba!

Accedí a la casa, vetusta y llena de telarañas. Asumiendo el papel de ama de casa, convulsivamente limpié las dos salas en las que estaban la biblioteca y el archivo. Corroboré que el Dr. Miras debía ser una persona muy detallista. Disponía de archivadores con miles de fichas en las que reflejaba meticulosamente el historial médico de sus pacientes. Yo me sentía sobrepasada. Jesús a veces pasaba por allí y me ayudaba. Acabó tomándoselo muy en serio y hasta debió hacer horas extras, pues una noche recibí su llamada diciéndome que había encontrado algo que podía serme útil. Sin darle posibilidad de negarse, le propuse vernos inmediatamente y así fue. Me tendió una carpetilla que contenía una ficha que decía que el 21 de marzo de 1944 le llegó al Dr. Miras un paciente moribundo, aquejado de un infarto agudo de miocardio, que desgraciadamente sobrevivió pocos minutos. Añadía varios detalles médicos adicionales. La carpeta contenía, además, un sobre con un texto manuscrito en su interior, de unas 20 líneas, en un idioma o código incomprensible:  JWGN ….

Al final del mismo, y con un tipo de letra diferente, aparecía la palabra MIROFES doblemente subrayada. Me quedé estupefacta. Cada vez estaba más intrigada por el tal Kirchhoff o como se llamase, quizás MIROFES. Jesús me dejó la carpetita para que la fotocopiase. Desde primeras horas de la mañana yo ya estaba en la biblioteca realizando búsquedas en internet, intentando identificar el idioma en el que estaba escrito el texto. No tardé en concluir que se trataba de un mensaje en clave ¿qué era MIROFES? ¿Un nombre, una clave o qué?

Inicialmente pensé en escanear el texto y distribuirlo por internet con la esperanza de que alguien lo descifrase, pero deseché la idea inmediatamente. Me surgieron dudas sobre las implicaciones que tendría su decodificación y fantaseaba sobre su posible contenido. Tampoco estaba segura de que quien lo descifrara me fuese a enviar la respuesta. Además, yo era por naturaleza curiosa y me gustaba descubrir las cosas por mí misma. Ese sería mi reto para el resto del verano. Ya intuía que descifrar el mensaje tendría consecuencias insospechadas, pero nunca imaginé que iban a serlo hasta tal extremo.   Lo primero que tendría que hacer era aprender algo sobre decodificación. Yo era muy hábil resolviendo crucigramas, sudokus y otros divertimentos parecidos, y eso de descifrar mensajes sería divertido. Encontré dos libritos en la biblioteca que versaban sobre decodificación de mensajes. Los devoré en unos días, y eso que no me resultaron nada sencillos. De su lectura, una de las primeras cosas que me llamó la atención es que el Kama-sutra, que yo creía un libro dedicado a posturas para practicar relaciones sexuales, realmente trata de los conocimientos que debe tener una mujer para ser una buena esposa, y entre ellas está, además de ser una experta en sexo, el saber sobre la escritura secreta, entendiendo por tal el aprendizaje de métodos de encriptación.

Esa noche recibí una llamada de Jesús en la que, con tono enigmático, me citaba para acompañarlo a visitar al día siguiente a su tío Fernando, un nonagenario que estaba en una residencia de un pueblo próximo. El tío conservaba una gran lucidez, y recordaba que su padre, el Dr. Miras, estuvo obsesionado durante años con la identidad de un hombre al que había atendido en la estación de tren que entonces tenía nuestro pueblo, y que antes de morir solo pudo decirle MIROFE y darle un misterioso mensaje. Su padre trascribió el mensaje, el que había en el expediente. El original fue enviado por el juez a la policía para que localizase a Kirchhoff. El desconocido llevaba una maleta que solo contenía ropa y algunos discos. El juez probablemente había tomado el nombre de Kirchhoff de uno de los discos, quizás para completar con algún dato el registro de defunción. Además, se le encontró un billete que indicaba que se dirigía desde España a un pueblo situado en la frontera portuguesa. Nunca se supo nada más, ni nadie reclamó el cadáver. De hecho, el propio Dr. Miras fue el que sufragó la lápida.

Intenté contextualizar el mensaje en la época en la que ocurrió el suceso. En marzo de 1944, Europa estaba sumida en plena Segunda Guerra Mundial. La Alemania nazi ocupaba gran parte de Europa. España y Portugal se mantenían neutrales, pero la España franquista era claramente pro alemana, mientras que Portugal se inclinaba a favor de los aliados. ¿Pretendía Kirchhoff trasladarse a la zona aliada a través de Portugal? ¿Era un espía aliado o era un espía alemán que iba a infiltrarse en la zona aliada? En el mensaje cifrado debía estar la respuesta. Me puse con más ahínco a intentar descifrarlo. En 1944 no había ordenadores, y además era un mensaje manuscrito, por lo que debía haberse codificado empleando un método no demasiado sofisticado. El primer problema era intentar adivinar el idioma en el que estaba escrito. Si Kirchhoff era alemán, debía de tratarse de esa lengua.

Me enfrasqué compulsivamente en la lectura de los libros de decodificación. Uno de ellos contenía infinidad de ejemplos que fue reproduciendo obsesivamente.  Me llamó especialmente la atención un método de cifrado llamado de Vigenere que permitia codificar un mensaje utilizando una palabra clave. Me planteé como ejercicio codificar y decodificar la palabra abecedario utilizando la clave MIROFES. Fue probando infinidad de posibilidades utilizando esta palabra pero comprobar cada una de ellas requería un esfuerzo arduo y tedioso.  Jesús se unió a mi búsqueda. Un día encontramos en internet un sitio que permitía aplicar el cifrado de Vigenere con sencillez: se escribía una frase codificada y la palabra clave, y devolvía la frase decodificada. Realizamos cientos de pruebas sin éxito. Estaba al borde de la desesperación. Quizás la técnica de cifrado era otra. ¿Y si Kirchhoff era un alemán y el mensaje estaba encriptado utilizando ENIGMA, el mecanismo endiabladamente complejo utilizado por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial?

Estaba dispuesta a darme por vencida y probar a colgar el mensaje en internet con la esperanza de que alguien lo decodificase y me dijese el resultado. En una nueva prueba escribí en internet SEFORIM (MIROFES escrito al revés), e inmediatamente aparecieron numerosos vínculos de páginas judías. Probablemente el mensaje estaba en hebreo, y tenía sentido que Kirchhoff fuese un judío huyendo de la Alemania nazi. Probé a usar como palabra clave SEFORIM y ver si en el texto decodificado correspondía a palabras en hebreo. El problema es que el hebreo tiene sus propios caracteres, que difieren claramente de los latinos. Yo no tenía ni idea de hebreo, pero de nuevo Internet vino en mi ayuda, encontré una tabla que relacionaba letras hebreas y latinas. Pensé que probablemente lo que había hecho Kirchhoff (o como se llamase) era transliterar los caracteres hebreos a latinos, tratando de evitar cualquier sospecha que lo relacionase con los judíos, y entonces codificar el mensaje con la palabra SEFORIM. Las palabras que yo obtenía las buscaba en internet para ver si correspondían a alguna palabra en hebreo, sin resultado.

Esa noche me desperté sobresaltada: ¡Tonta de mí! En hebreo se escribe de derecha a izquierda. Como una sonámbula telefoneé a las 5 de la mañana a Jesús quien pensó que me había ocurrido algo. Le conté mi presentimiento. No sé qué le contó a su mujer para que no crearle la sospecha de que tenía un lio, pero a las 6 de la mañana se presentó con su portátil en la cafetería de la parada de autobuses que tenía internet.  Como en otras probamos de nuevo en el sitio web de decodifición e introdujimos como clave SEFORIM entonces apareció como texto decodificado un conjunto de letras: MYY …  Me seguía pareciendo incomprensible. Desesperada volví  a casa, pero antes puse en un foro de internet ese texto supuestamente decodificado. A la mañana siguiente tenía un mensaje que decía:

“El mensaje anterior es un nombre escrito en yiddish: Sfarim Moykher

Espero que le haya sido útil.

Salam aleicum.

Fdo: Samuel Salom

Salté de la silla: ¡EURECA! Lo conseguí.

¡El idioma utilizado en el mensaje no era hebreo, sino yiddish, el idioma mezcla de alemán y hebreo hablado por comunidades judías de Centro Europa y Norteamérica! Mi hipótesis de que Kirchhoff debía de ser un judío centroeuropeo que huía de los nazis encajaba.   Le fui enviando nuevas frases a esta persona que firmaba como Samuel. A menudo, en pocas horas tenía una respuesta. Al final del verano había descifrado el mensaje original completo, la mayoría era una relación de obras de pintura, en su mayoría de Picasso, Chagall, Macke, Beckmann, Marc, Klee y Feininger. Estas obras habían sido dejadas en depósito a Hildebrand Gurlitt hasta que acabase la guerra. Cada obra llevaba una marca de agua secreta (Sfarim Moykher escrito en yiddish) en el anverso de la esquina superior izquierda del cuadro, ni siquiera Gurlitt lo sabía.

Descubrí que Hildebrand Gurlitt era un oscuro marchante relacionado con el comercio de obras de arte procedentes del expolio que los nazis realizaron en la segunda guerra mundial, principalmente a judíos; había muerto en 1956. Comprobé que algunas de los cuadros pertenecían al museo Sprengel, al que habían sido donadas por el Dr Bernhard Sprengel, que a su vez las había adquirido a Gurlitt.   A través de una fundación judía de víctimas del holocausto supe que existía una persona de nombre Sfarim Moykher, que correspondía al de un industrial y coleccionista de arte judío polaco, se daba por muerto en un campo de concentración, aunque no se sabía cuál.  En los meses siguientes contacté con los descendientes de Sfarim Moykher. Se realizaron pruebas de ADN que confirmaron que el desconocido de la lápida era efectivamente Sfarim Moykhe. El cadáver fue exhumado y trasladado a un cementerio judío de Israel. Reclamaron la propiedad de las obras del museo Sprengel relacionadas en el escrito de Sfarim Moykher, lo que consiguieron tras años de litigios, para lo que fue fundamental comprobar que llevaban la marca de agua que decía el mensaje. Además, se puso en marcha una investigación sobre Hildebrand Gurlitt. El resto de las obras relacionadas en el código se encontraron en 2012 en Munich, en un apartamento de Cornelius Gurlitt, hijo de Hildebrand Gurlitt. Cuando escribo esto me acabo de enterar de que Cornelius Gurlitt ha muerto y que el Gobierno alemán va a crear el Centro Alemán de Arte Perdido, con el objeto de recuperar las obras expoliadas por los nazis y devolvérselas a sus legítimos dueños.

¡Y creía a que iba a ser un aburrido verano! Pero el caso de Sfarim Moykher era solo un aperitivo comparado con las sorpresas que me esperaban en las dos lápidas que me quedaban por investigar.

 

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