HISTORIA DE DOS MUJERES

HISTORIA DE DOS MUJERES

I

La desvaída mirada de la mujer melló mi sensibilidad con un apremio incisivo de amparo. Los espectros abisales de culpa, desvalorización y desestima, propulsados por el despotismo del hombre que tanto amó, buceaban en el fangoso estanque de su madurez; el mismo espacio de aguas cristalinas donde chapotearon las ilusiones y los sueños adolescentes. Yo no debía estar allí, en aquel andén, ni ese día, pero las injerencias de muchas casualidades coordinaron una sucesión de anomalías, incorporando a mis muchos avatares un lance insospechado.
El excitado bolso de loneta azul oscilaba procaz en las manos de la desconocida; sus pies habían seguido el mismo devenir de un lado a otro que, de ser terrizo el pavimento, seguramente hubiesen pronunciado un sendero. Sé que ocurrió en los segundos previos de sentir como un taladro en mis oídos, el silbido del tren anunciando su entrada en la estación. Ella se detuvo justo al límite del bordillo; unos pasos más atrás, confundida en la aglomeración del gentío, observaba aquella pálida figura que se había quedado inmóvil. En unas décimas de segundos las dos tomamos decisiones opuestas: yo, de protegerla; la mujer, de mirada neblinosa, de concluir su tragedia. Tuve la impresión de que mi brazo experimentaba una mutación extensible hasta prensar como garfio su hombro, ya volcado hacia la fatalidad; después, mi cabeza se comprimió sobre el suelo y el cuerpo de la desconocida, como una losa de granito sobre mi tórax, ahogó el último aliento que recuerdo. No soy consciente del tiempo transcurrido pero la humedad de una mano gélida sobre mi frente estimuló la reacción de mis sentidos; unos plañideros ojos se volcaban hacia los míos y una voz zaza y jadeante se interesaba por mi desastroso estado.
Sé que pasamos varias horas reclinadas sobre una pared de adobes sinuosos, que la lívida mujer abatió su desespero en mis tímpanos. A veces fueron actos de contrición; otras, relatos lóbregos de experiencias aciagas, sufridas en el más completo aislamiento social y familiar. Supe que fue consciente de la manipulación larvada ejercida por el poder dominante del impulsor de sus estragos; que ancló sus emociones en el deber, en la culpabilidad, en las posibles reacciones ajenas, en la humillación envuelta en celofanes pigmentados y que, incapaz de enfrentarse a su cotidianidad de lucha, quiso zanjar con aquel intento todo el lastre de agobios y nulidades. Después, creo que propulsadas por un acto reflejo, unimos nuestras manos, izamos nuestros torsos cual banderolas de fiestas, saliendo del recinto con las cabezas erguidas, decididas a encararnos con cualquier pasado ingrato, con las rémoras más obtusas de una sociedad enclaustrada en prejuicios, al cruel formato de conceptos latentes en la despótica interpretación de algunos seres, monopolizando otras vidas que no les corresponden.
Cuando minutos después nos confundimos entre el gentío de una plaza, indagué en los ojos de la mujer desconocida creyendo apreciar un tenue centelleo esperanzador. Entonces medité en los prodigios que puede suscitar una mano extendida a tiempo.

María José Robas

II

Isabel clavó sus bellos ojos verdes en los ojos enternecidos y piadosos de su salvadora.
Carmen observaba a la mujer que el destino había determinado que librara de la muerte. Tenía el torso torneado, una curva suave que preludiaba sus caderas y unas bellas y esculturales piernas. Tomó sus manos blancas, de venas azuladas y mirándola fijamente se besaron.
Isabel había sufrido humillaciones físicas y morales de un hombre cruel, despótico, egoísta. Se casó con él por complacer a su madre, pero a ella no le atraían los hombres.
Carmen vivía sola en un apartamento, porque no soportaba la presión de sus padres, su cariño desmedido, que controlasen sus pasos, que la mimasen como si continuara siendo una niña. Eran cariñosos con ella, pero muy absorbentes. Tenía una hermana cinco años más pequeña que ella, pero no congeniaban porque le hablaba de chicos y de pequeña jugaba con las muñecas.
Iban caminando por una calle ancha, de edificios modernos, y entraron a una cafetería. El ambiente era acogedor, los clientes conversaban en voz baja y la televisión estaba apagada. Se sentaron en una mesa de mármol blanco con un armazón de hierro forjado, con gráciles siluetas de cisnes y golondrinas. Las sillas cómodas, de elegante rejilla color paja, y en las paredes unas ilustraciones que eran copias de cuadros de Eugène Delacroix, de Theodore Géricault y de Caspar David Friedrich. Todo ello le otorgaba a la estancia un aire serio y cultural. Isabel pidió un café cortado y Carmen uno con leche. Se contaron sus vidas y en sus miradas se produjo un mutuo entendimiento. Surgió el amor pero un amor puro, limpio, exento de concupiscencia y ardores de la sangre.
La sociedad no las comprendería nunca, pero tenían derecho a ser felices. Eran dos seres raros a los ojos de un mundo hipócrita pero sus almas se habían unido para siempre. Se cogieron de las manos y se besaron.
Determinaron vivir juntas. Carmen tenía un apartamento en Murcia, una ciudad de provincias, tranquila y acogedora, de costumbres tradicionales pero muy dinámica, muy productiva y emprendedora, muy alegre y festera y de grandes inquietudes culturales.
Iban al teatro Romea, a los conciertos, a las exposiciones de pintura y a las conferencias. En verano, cuando coincidían sus vacaciones, se marchaban a Puerto de Mazarrón. Les agradaba el ambiente familiar de sus playas. No iban a las calas nudistas más allá de Bolnuevo porque no les gustaba ver a las parejas desnudas. Frecuentaban las playas de Nares, Bahía y Playa Grande y, en ocasiones, se marchaban con su flamante Clío a La Azohía y a Isla Plana.
Descansaban de sus respectivos trabajos de asistente social y de enfermera. En noches de luna llena se paseaban a la orilla del mar. Las estrellas refulgían en las aguas, las olas se estrellaban contra las rocas y la luna bajaba de la montaña y se bañaba entre escollos plateados. Pese a ello, deseaban ya regresar a su nuevo hogar.
Era una noche de septiembre cálida y serena. Asomadas al balcón de su apartamento de Murcia, lucía un cielo turquí y una brisa cansada mecía los geranios. Dos luceros veloces y bellos surcaron el firmamento y, a la luz de las estrellas, Isabel y Carmen unieron sus manos y se besaron.
Carmen e Isabel se amaban ajenas a la injusta opresión machista y al qué dirán. La luna entraba en la habitación en sombras y dormían plácidamente. Al llegar el nuevo día, el sol bañaba de luz sus rostros felices.

Jesús Jurado

III

Felices hasta ese momento en que sonó el teléfono. Era la hermana de Carmen. Le habían ofrecido un contrato temporal y ella, que había elegido la misma profesión de su hermana mayor, había pensado estar unos meses también en el mismo hospital.
La respuesta de Isabel fue un no rotundo. Su hermana ya tenía edad para no depender de nadie y además, ¿dónde iba a vivir? Carmen pronunció la manida frase de “hazlo por mí, por favor” y, en tres días, eran tres las mujeres que compartían sus vidas.
Una persona en casa y un trabajo por turnos no son las circunstancias idóneas para demostrar el amor que se siente hacia una pareja y más si debes ayudar a tu hermana pequeña para que se desenvuelva en su trabajo y en una nueva ciudad.
La comprensión de Isabel iba disminuyendo de forma simultánea al interés que ponía su inquilina en buscar apartamento. Consciente del malestar de su pareja, Carmen a pesar de que había terminado una jornada laboral agotadora, aprovechó la guardia que tenía su hermana para sorprender a su amor.
Al lado de las olas, la tenue luz de las farolas y con una bella luna como testigo, ambas disfrutaron de una magnífica cena, cuyo culmen fue la degustación del coctel preferido de su enamorada. Fue una noche de intensas miradas, precedidas de infantiles risas que mal disimulaban el deseo que las mujeres sentían la una por la otra.
Soñando despiertas con que la noche no terminara nunca, decidieron entrelazar sus manos y caminar hasta su apartamento. Así lo hicieron y, cuando ya abandonaban el lugar más oscuro, de repente se encontraron con alguien que conocían. Felipe, el jefe de Carmen y ahora también de su hermana, estaba frente a las dos.
En vez de agarrarlas más fuertes, las mujeres soltaron tan bruscamente sus manos que Felipe, si no se había percatado de que las llevaban cogidas, lo hizo en ese preciso momento. Lo demás, muestras de la cortesía debida y alguna vez merecida, que se destinan a un superior. Comentar el tiempo, lo bien que se cena en el puerto marítimo y finalizar con el “vamos a continuar la velada”.
Remordimientos, remordimientos y remordimientos. Pensar en el qué dirá. Él y todos los demás cuando lo cuente, en qué forma influirá en nuestros trabajos… Isabel dijo que perder una noche no solucionaría nada, todos esos problemas podrían abordarse al día siguiente. Tampoco Felipe iba a ir contando lo que había visto, al menos pronto, y además siempre cabía la posibilidad de negarlo.
La pareja abrió la puerta de su apartamento y tomó otra copa en la terraza. Desde allí volvieron a ver la luna y escuchar el mar. Luna y mar les ayudaron a centrarse de nuevo en su amor.
Buscaron la comodidad del dormitorio donde, tras dulces besos y delicadas caricias, se fundieron las dos en una. Fue entonces cuando observaron la segunda de las siluetas que no deseaban ver esa noche. La hermana pequeña de Carmen había decidido cambiar su turno a una compañera que se lo había pedido.

Eva Heras

IV

Como siempre ocurre, en el clímax del capítulo sonó la sintonía que anunciaba su fin. Era viernes y tendría que esperar hasta el lunes para saber qué ocurriría con la llegada imprevista y poco deseada de la hermana de Carmen. Me di cuenta de que hasta el momento no había escuchado su nombre ¿Cuál sería? Quizás Lucía ¡eso Lucía! No podría tener otro nombre, pensó.
Llevaba años encadenando una telenovela tras otra. Apenas pisaba la calle desde que esa maldita invalidez la había dejado postrada en una silla de ruedas. Su vida era la de los personajes de las telenovelas. En cierto sentido había vivido múltiples vidas, tantas como telenovelas había visto. Cuando joven leía libros, especialmente novelas, realmente los devoraba. Pero desde que su pueblecito dejo de tener biblioteca pública el acceso a los libros se le había ido haciendo cada vez más difícil. Su lugar lo acabaron ocupando las telenovelas, aunque con el tiempo su vida tomaría una extraña deriva.
Apenas la visitaba nadie y frecuentemente permanecía sola encerrada en su humilde casita de su querida aldea en la que solo vivían unas decenas de vecinos, la mayoría bastante mayores. Solo en el verano y algunos puentes festivos el pueblo recobraba cierta vitalidad. Desde niña había desarrollado una aguda imaginación y desde hacía unos años había adquirido la costumbre de escribir la continuación de las telenovelas que veía. Al principio se limitaba al último capítulo que había visto pero fue ampliando el horizonte del número de capítulos imaginados. Cuando emitían el capítulo real lo comparaba con el que había imaginado. Estableció criterios de comparación que pretendían ser una medida objetiva de sus aciertos. Cuando veía un nuevo capítulo, su interés no era el desarrollo de este. Su verdadero interés era comprobar sus aciertos. Con el tiempo llegó a una tasa de aciertos de prácticamente el cien por cien.
La parte de atrás de su vivienda daba al patio de la única casa rural que había en la aldea. En las pocas ocasiones en que estaba ocupada escudriñaba desde una ventana sin ser vista los movimientos en la casa. La aguda imaginación que había desarrollado viendo las telenovelas la extendió a intentar adivinar la vida de las personas que pasaban por allí. En una ocasión llegó a descubrir que los inquilinos de la casa rural habían cometido un crimen. Lo puso en conocimiento de los miembros de la Guardia Civil que al principio no le daban crédito pero acabaron comprobando su veracidad. Esa fue la primera vez, pero hubo una segunda y una tercera en la que Justina, ese era su nombre, descubrió que los moradores de la casa rural eran unos malhechores. En la tercera ocasión que ocurrió esto, la guardia civil que llevó el caso, una bragada oficial al estilo del personaje de Lorenzo Silva, Virginia Chamorro, se percató de la agudeza de Justina.
Ambas formaron una extraña y discreta pareja. Chamorro visitaba con frecuencia a Justina. Justina era la verdadera “intuición” que llevaba a Chamorro a resolver infinidad de casos.

José Guillermo Sánchez

V

Huyendo de todo lo que causaba su infelicidad, Isabel y Carmen se habían refugiado en una montaraz aldea melariense donde apenas había llegado el fragor de la tecnología y el ruido más brioso era el canto de los ruiseñores en las horas del amanecer. Rodeadas de encinar y alto monte habían dejado atrás los sinsabores de las miradas inquisidoras, la escrutadora vigilancia de Lucía y el recuerdo insano de los insultos y las agresiones. Paseaban en el silencio del bosque mediterráneo donde silbaban las ramas de los acebuches y se aspiraba el olor fresco de los pinos o el penetrante aroma del romero. La vida parecía fácil y realmente lo era porque el remanso de la realidad había superado la conmoción del sueño. Las ráfagas de negror se habían diluido en la densa policromía de jaras y jaguarzos que irradiaban de luz el lienzo del cielo.
Ya no recordaban las escenas fatídicas de un tiempo pasado transverberado por la tragedia; un tiempo en que el dolor había devastado a golpes sus entrañas y abrasado sus párpados de miedo. Sin saber cómo, pensando que habían escapado finalmente de aquella mordedura íntima que las obligaba a avergonzarse y esconderse, aparecieron en la alejada aldea las fantasmales presencias de dos hombres que venían a turbar el sosiego emanado de la retirada del mundo. Y ellas no podían ni querían consentirlo.
Las casualidades no tienen nunca causa pero, como la ley de Murphy, aparecen cuando menos las esperas para trastornar la entropía. No sabemos qué deus ex machina informó a Pedro, el marido de Isabel, acerca de su relación con Carmen; y por qué razón este y Felipe, conocedor por Lucía del paradero solitario donde se ocultaban las mujeres, entablaron una maléfica alianza. El caso es que arribaron como dos almas enfermas borbollando pus y tósigo.
Justina conocía bien la reposada vida de sus vecinas foráneas aunque nunca se propuso juzgarlas. Imaginó de todo sobre ellas. Que eran sores sin sotana exiliadas en aquel paraje lejano para expiar algún error inconfesable; o damas afligidas por la muerte de sus caballeros en injustas justas de guerra; o heroínas legendarias purgando su desavenencia con los dioses. No pensó en sus adentros religiosos, forjados en la oración a Santa Elena, que aquello tenía algo que ver con lo que ella había sentido por su difunto esposo. Y eso que las telenovelas a veces se pasaban de castaño oscuro.
Sea lo que fuere, Justina les había cobrado un hondo afecto, tanto que no tuvo pudor alguno para confesar que, atacadas por bárbaros demonios que venían a llevarse sus almas impolutas, no habían tenido más remedio que encomendarse al Santo Espíritu quien, en auxilio de mujeres tan ejemplares, había enviado a sus ángeles con espadas de fuego para acabar con las inicuas existencias de tan felones endriagos. Fue ella la que advirtió de su llegada a Carmen e Isabel; y ella la que tendió la trampa a los intrusos que no tuvieron siquiera ocasión de percatarse de lo que se les venía encima. Porque Justina conocía bien los métodos más singulares, por algo era una peritada espectadora de todas las telenovelas.
Y la Virginia Chamorro de la historia comprendió perfectamente los argumentos esgrimidos por su leal confidente. Cómo no creer en ella cuando había sabido desentrañar con suma lucidez los enigmas más enrevesados. Aquella intuición privilegiada adivinó de nuevo cómo aquellos hijos de mala madre se habían enfrentado en horrenda lid y así acabado con sus vidas, teniendo a Santa Elena y a la propia Justina por testigos.

Manuel Gahete

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