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El derecho de autor se enfrenta a los bienes comunes del conocimiento

Traducción: PAULA ORTEGA MEDIAVILLA (2015)

(SILVAE (2014): “Le droit d’auteur au défi des biens communs de la connaissance”. Bibliobsession.)

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La revista bimensual Juris Associations (Dalloz) me pidió que redactara un artículo, junto con otras personas, en el marco de un número especial dedicado a los bienes comunes. Encontraréis más abajo el número completo en PDF [en francés] y mi artículo. Hace tres semanas que se publicó en papel y se nos autorizó a difundir el contenido completo después de dicho plazo. Les recomiendo encarecidamente que lo lean, ya que constituye una introducción excelente al tema de los bienes comunes.

Dossier Biens Communs Juris Associations from Silvère Mercier.

Mi artículo:

Tanto si se trata de obras individuales como colaborativas, la cuestión de los contenidos, que casi siempre se crean a partir de obras anteriores, plantea problemas jurídicos, sobre todo en cuanto al respeto de los derechos de autor. Explicaciones.

En Francia, el derecho de la propiedad intelectual es el conjunto de los derechos exclusivos acordados sobre las creaciones intelectuales del autor o el derechohabiente de una creación de la mente humana. Se divide en dos ramas:

  • la propiedad literaria y artística: se aplica a creaciones de la mente y está formada por los derechos de autor y derechos afines.
  • la propiedad industrial: reagrupa, por un lado, las creaciones utilitarias como la patente de invención y el derecho de obtención vegetal o por el contrario el derecho de protección sui generis de las obtenciones vegetales y, por otro lado, los signos distintivos, sobre todo la marca comercial, el nombre de dominio y la denominación de origen.

En cuanto al derecho de autor, se califica como creación de la mente humana toda forma que lleve la huella de la subjetividad de su autor. No se requiere ningún procedimiento de registro para que la obra esté protegida. Asimismo, cualquier obra que responda a los criterios enunciados en el código de la propiedad intelectual está, en principio, protegida y supone, salvo excepciones establecidas, el consentimiento de su autor para la modificación más leve.

El desajuste entre el derecho y los usos

En 2013, se estimó que cerca del 25% de los europeos adultos (EU-27), es decir, 152 millones de personas, produce contenidos que están al alcance de todo el mundo en Internet. Todos podrían aspirar a un «estatus de autor». Sin embargo, todas estas personas no inventan a partir de nada: crean a partir de un fondo común, a menudo a partir de obras anteriores o juntando distintos fragmentos. Además, ya no hablamos de obras sino, como si hiciera falta representar esta extensión del dominio, de contenidos. En virtud de los derechos de autor actuales, es obligatorio pedir autorización al autor de cada contenido que se encuentra en línea y que otra persona reutiliza… siempre que se pueda identificarlo. Si a esto le añadimos que los «nuevos» contenidos proceden a menudo de creaciones colectivas, es fácil darse cuenta de que hay un completo desajuste entre el derecho y la «capacidad» de la mayoría para crear contenidos con herramientas digitales, y sobre todo, para manipularlos como bienes comunes, es decir, juntarlos y compartirlos a gran escala… En este contexto, ¿qué cambios de perspectiva ofrecen la noción de bienes comunes?

Dentro de lo que llaman bienes comunes, hay tres elementos inseparables: los recursos, una comunidad de personas y las reglas de organización. El carácter común o no de un bien se define en función de su régimen de intercambio, se su acceso y de su circulación.

Internet: bien común y apoyo de los bienes comunes a la vez

Por ejemplo, Wikipedia pertenece a todos y a nadie al mismo tiempo porque cada página ha sido creada por un conjunto de contribuidores que decidieron situar estos contenidos bajo un régimen distinto al de los derechos de autor tradicionales.

En un marco más amplio encontramos Internet, que nació de iniciativas universitarias y que se rige desde el principio bajo un régimen de colaboración independiente al de la propiedad privada. Es un bien común y una base fundamental en la que los bienes comunes digitales pueden desplegarse. Combinado con el movimiento del software libre, que implica que los usuarios pueden compartir y apropiarse del código fuente de los programas, Internet permite a todos crear y hacer circular, a un coste muy bajo, bienes inmateriales como mensajes, artículos, vídeos, fotos, música o código fuente. Cuando se colocan de manera voluntaria bajo un régimen que permita una regulación de usos abierta, se convierten en bienes comunes. Este es el papel de las licencias que cada uno puede utilizar para declarar los usos autorizados de los recursos inmateriales que crea o modifica. Los bienes comunes, a diferencia de los derechos de autor tradicionales, ponen los usos en el centro de la regulación, en vez de dar  un lugar predominante a quien presumiblemente posee un contenido por ser su autor.

Podríamos alegrarnos por la formidable extensión de la difusión de las ideas que Internet permite y el descenso drástico del coste de reproducción de la información. Sin embargo, las industrias creativas han asimilado rápidamente, mediante la piratería, los intercambios no comerciales entre individuos y la falsificación con fines comerciales. Esta amalgama es lo que provoca una oposición frontal entre los industriales y su público que da lugar a un arsenal jurídico (Hadopi o Loppsi en Francia, feu ACTA o TAFTA a nivel internacional). Este consagra una propiedad intelectual omnipotente, que relega las posibilidades de uso no comercial del público a excepciones estrictas, mientras que proliferan en la web. La lógica que se sigue siempre es la misma: sancionar los usos masivos desviados con respecto a los derechos de autor tradicionales para obtener tiempo para desarrollar modelos jurídicos adaptados a la nueva situación.

Sin embargo, este tema avanza de manera extrajudicial sin que ninguna jurisprudencia reconozca por el momento en Francia un sistema que se imponga por su uso: el de las licencias Creative Commons.

El atraso del derecho francés en cuanto a las Creative Commons

Gracias a Lawrence Lessig, el cambio de paradigma de la creación y de la circulación de los contenidos que aporta lo digital se tiene en cuenta desde 2001. Al inventar las Creative Commons, que tienen éxito a nivel mundial más de 10 años después de su aparición, la jurista estadounidense Laurence Lessig ha dado la vuelta, de alguna forma, a la lógica de los derechos de autor: por defecto, todo está permitido sin pedir ningua autorización y solo después el autor determina los criterios simples que regulan esta libertad. Los contenidos bajo licencia Creative Commons no solo se pueden compartir sino que además, y sobre todo, se pueden transmitir de forma no exclusiva. El criterio de «compartir igual» en un contenido obliga así al creador de una obra derivada resultante del «fondo común» a poner de nuevo esa nueva obra en el mismo «fondo común». El carácter de bienes comunes de los contenidos, creado de esta forma se expresa en el potencial que el autor sitúa en la facultad de reutilización de lo que comparte. Esta alternativa a los derechos de autor por los usuarios representa una de las iniciativas más interesantes de los bienes comunes potenciales a gran escala. Otra de las ventajas del sistema es que las licencias se traducen y se adaptan a cada sistema legal nacional, lo que permite a los autores conceder licencias cuya vigencia es legal en virtud de las leyes de cada país. Sin embargo, el derecho de autor francés aún es muy riguroso en cuanto a los usos de transformación que se distinguen de la parodia y el pastiche y que están comprendidos de una forma más simple en el collage o la cita creativa. Guillaume Champeau, creador de Numerama, resume la situación de la siguiente manera:

«Actualmente el derecho francés no permite ninguna flexibilidad en materia de citar obras audiovisuales, prácticamente excluidas por la jurisprudencia del campo del derecho de cita previsto por el código de la propiedad intelectual[7]. Y aunque lo hubiera admitido más allá de las obras literarias, la ley es muy restrictiva. Únicamente autoriza las citas de las obras de terceros cuando está justificado por el carácter “crítico, polémico, pedagógico, científico o de información de la obra a la que se incorporen”. Además, como señalaba Lionel Maurel en un artículo en el que sugería modificaciones legislativas, “esta restricción teológica impide citar con un fin creativo, algo propio de la práctica del mashup y del remix”».

Por consiguiente, hay que señalar que Francia está atrasada en este campo porque la ley no prevé la práctica de excepciones sobre el derecho de cita. Canadá el año pasado ya introdujo con éxito una excepción específica en favor del remix y en Alemania, la Digitale Gesellschaft lanzó una campaña para reclamar un derecho al mashup (contenidos combinados). Vemos que aún falta tiempo para que el campo de los usos de transformación que ha sido objeto de una misión en el Consejo Superior de la Propiedad Literaria y Artística (CSPLA) se tenga totalmente en cuenta en la práctica. A este desajuste hay que añadir una mutación profunda de los modelos económicos de información.

De la propiedad de las obras a la propiedad de la circulación de contenidos

Para comprender bien este contexto, es necesario plantear una pregunta fundamental: ¿cuál es la naturaleza de los derechos de los creadores sobre su creación? ¿La propiedad intelectual es de la misma naturaleza que la propiedad de los objetos tangibles? Desde la primera ley sobre los derechos de autor, que se publicó por primera vez en Francia en 1971, se han producido intensos debates entre quienes defienden un derecho natural perpetuo de propiedad tanto sobre las ideas como sobre los bienes materiales y quienes luchan contra esta analogía.

Cuestionamiento del derecho natural de la propiedad sobre las ideas

Entre estos últimos, Florent Latrive recuerda: «Esta lógica es particularmente clara en los Estados Unidos, donde la Constitución fija como objetivo de la propiedad intelectual “promover el progreso de las ciencias y las artes útiles”». Sin embargo, ver aquí una tradición puramente estadounidense sería un error: un gran número de franceses defienden esta concepción y se inspiran más o menos explicitamente en la tradición utilitarista. El mismo Víctor Hugo recordaba que «el libro, como libro, pertenece al autor, pero como pensamiento el libro pertenece -la palabra no es demasiado abarcativa- al género humano. Todas las inteligencias tienen derecho a acceder a ese pensamiento. Si uno de los dos derechos, el derecho del escritor y el derecho del espíritu humano, debiera ser sacrificado, debería ser el derecho del escritor, pues el interés público es nuestra mayor preocupación, y todos, lo declaro, deben estar antes que nosotros». Estas palabras son muy importantes. No se trata de una estricta revolución técnica o económica. Lo que se cuestiona es la propia figura del autor romántico como creador a partir de una inspiración divina en favor de la figura del individuo que comparte por la red y que crea siempre a partir de otras obras.

El reto es inventar políticas culturales que permitan el despliegue de usos en un contexto en el que el grupo de los autores que viven de su creación aparece a plena luz como minoritario, aún cuando millones de artesanos de los contenidos mantienen viva una economía de atención cuyo valor lo captan nuevos intermediarios que apuestan por la circulación de contenidos. El problema que surge entonces a las industrias culturales es el de tener éxito a la hora de vender contenidos y pagar a los autores en una economía de la atención después de haber vendido objetos en una economía de objetos. Porque en un mundo de abundancia de contenidos, la competición es la del tiempo que pasa cada internauta en un ecosistema con el fin de monetizar esta atención ante los anunciantes.

De hecho, ¿qué sería Facebook sin los contenidos que sube a la red el casi millón de millones de usuarios? Una cáscara vacía. Asimismo, lo que caracteriza esta red social y a la mayoría de sus competidores es que imponen en sus condiciones generales de uso la cesión del derecho a explotar los contenidos que se suben, monetizándolos ante los anunciantes en un ambiente que controlan. Estos datos constituyen lo que llamamos una gráfica social, es decir, un conjunto de datos que se ponen en relación unos con otros. Esta cartografía social a gran escala se explota después con fines publicitarios para centrarse más en las necesidades de los consumidores.

Datos personales: evitar los jardines cerrados de la web.

No hay que cometer el error de tomar a Facebook o a Google por una red social y un motor de búsqueda respectivamente. Ante todo, ambas son empresas publicitarias que tienen la propiedad de los datos como centro de su modelo económico. La lógica de los bienes comunes se basa precisamente en una reapropiación que no tiene nada que ver con una captación de los derechos de explotación. Esta va al encuentro de la lógica que denuncia el investigador en ciencias de la información Olivier Ertzscheid, la de los «jardines cerrados» de la web.

«En estos jardines cerrados, cada actor tiene interés por favorecer el resultado de su ecosistema directo y por rechazar o impedir toda forma de subcontratación que no sea rentable directamente. Así, para buscar un vídeo, Google sobreponderará y visualizará primero los resultados de YouTube (que ha recomprado) en detrimento de los resultados de otras páginas que presentan el mismo vídeo (…). Estas nuevas ingenierías relacionales presentes en todos los sistemas llamados “de recomendación” nos limitan a una navegación cada vez más cerrada, parecida a una cárcel, en la que cada vez es más difícil y menos “natural” conseguir alejarse de los senderos más frecuentes o de las zonas de libertad condicional que se nos han asignado».

Vemos que la frontera se desplaza de un paradigma de protección del contenido al de la protección de su facultad de circulación. ¿Cómo pueden tenerse en cuenta los bienes comunes en este nuevo paradigma?

Si el reto es el gráfico de datos, está bien que el control de estos datos vaya más allá de la identificación de cada uno en una red social y se extienda a datos identificables en cuanto a un conjunto de individuos conectados en una gráfica: los conocidos datos personales ven como su campo crece considerablemente. La explotación de macrodatos, es decir, de gráficos a gran escala plantea un problema importante: ¿hay que reforzar la protección jurídica de los datos por medio de la ley a riesgo de profundizar el control de los estados? El caso Snowden debilitó considerablemente esta pista. ¿Hay que, por el contrario, patrimonializarlos? Es decir, darles un derecho de propiedad individual que se pueda ceder de forma comercial. Algunos, como Laurent Chemla consideran incluso que se debería remunerar a los ciudadanos por ceder sus derechos, en contrapartida a un permiso de explotación. En este acercamiento, consideramos que la gestión privada es la más eficaz para afrontar este reto. ¿Es realmente una solución regular lo que las empresas de la web tienen encerrado mediante un derecho de propiedad? ¿O simplemente reemplazaría un encierro por otro?

Ni privados ni públicos, ¿cómo considerar que los datos personales son bienes comunes? De hecho se ha estudiado poco la idea de convertir los conocidos datos personales en bienes comunes, algo que pertenece a todos y a nadie. No deberíamos permitir que la ley los hiciera intocables, ni comercializarlos sin vergüenza, sino replantearnos una serie de derechos sobre sus usos. No se trata de negarse a aplicar un régimen de propiedad sino de reconsiderar su naturaleza. Quizá habría que inventar unas Creative Commons para los datos personales: las Privacy Commons. Aún queda por definir un gobierno compartido para este recurso común. Con respecto a la inseguridad jurídica y del desarrollo de nuevos monopolios de la web, la cuestión merece que se profundice en ella.

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