La modificación de la capacidad de obrar: ¿una medida de protección o una medida discriminatoria para las personas con discapacidad?

13/03/17, 16:25

Tras visitar los centros de INSOLAMIS, ASPACE y ASPRODES con los alumnos y demás compañeros que estamos trabajando en el proyecto “Mujer y Discapacidad” en la Clínica Jurídica de Acción Social de la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca, no viene mal reflexionar un poco sobre la aplicación de la Convención Internacional de la ONU sobre derechos de las personas con discapacidad.

De acuerdo con lo establecido en su art. 12.2, “Los Estados Partes reconocerán que las personas con discapacidad tienen capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás en todos los aspectos de la vida”. Ahora bien, el concepto de capacidad jurídica que maneja la Convención –el cual incluye tanto la aptitud para ser titular de derechos como la legitimación para actuar con respecto a esos derechos- choca con nuestra clásica distinción entre capacidad jurídica (actitud para ser titular de derechos y obligaciones) y capacidad de obrar (aptitud para concluir actos y negocios jurídicos con eficacia). Como bien es sabido, en nuestro Derecho, la capacidad de obrar se adquiere con la mayoría de edad y sólo puede verse limitada en virtud de sentencia judicial cuando la persona padezca una enfermedad o deficiencia persistente, de carácter físico o psíquico, que le impida gobernarse por sí misma (art. 199 y 200 CC); dicha sentencia precisará los actos que puede realizar la persona en cuestión (la extensión de la incapacitación es graduable), fijará el régimen de guarda que estime oportuno (tradicionalmente, tutela o curatela) y se pronunciará, en su caso, sobre la necesidad del internamiento. Llegados a este punto, debemos tener presente que el modelo de la discapacidad basado en los derechos humanos por el que apuesta la Convención supone pasar del modelo de sustitución en la adopción de decisiones a otro que se asienta en el apoyo para la toma de las mismas. Este apoyo en el ejercicio de la capacidad jurídica debe respetar los derechos, la voluntad y las preferencias de las personas con discapacidad y, en ningún caso, debe consistir en decidir por ellas. El art. 12.3 dice textualmente: “Los Estados Partes adoptarán las medidas pertinentes para proporcionar acceso a las personas con discapacidad al apoyo que puedan necesitar en el ejercicio de su capacidad jurídica”. El precepto, como vemos, habla de apoyos pero no especifica cómo han de ser. El Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad se ha encargado de precisar que “apoyo” es un término amplio que engloba arreglos oficiales y oficiosos, de tipos e intensidades muy diversos, cuya determinación variará en función de cada caso.

En la disposición adicional 7ª de la Ley 26/2011, de 1 de agosto, de adaptación normativa a la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, el Gobierno se comprometió a remitir a las Cortes Generales, en el plazo de un año a partir de la entrada en vigor de la misma, un proyecto de ley de adaptación normativa del Ordenamiento jurídico para dar cumplimiento a las previsiones del art. 12 de la referida Convención, el cual establecería las modificaciones necesarias en el proceso judicial de determinación de apoyos para la toma libre de decisiones de las personas con discapacidad que los precisen. En diciembre de este año (2017), España deberá presentar el informe correspondiente indicando las medidas que ha adoptado para cumplir con las obligaciones que le impone la Convención, pero, a día de hoy, seguimos esperando la anunciada reforma.

Nuestros Tribunales, por su parte, vienen defendiendo la compatibilidad de nuestro régimen jurídico vigente con la Convención en el punto que nos ocupa, indicando que el incapaz sigue siendo titular de sus derechos fundamentales y la incapacitación, lejos de constituir un modo de discriminación, constituye un medio de protección de la persona cuyas facultades intelectivas y volitivas no le permiten ejercer sus derechos como tal dado que le impiden autogobernarse. En algunas ocasiones, han reinterpretado la figura de la curatela (en ella, el curador asiste al curatelado pero no le representa) a la luz de la Convención, circunscribiéndola no sólo a la esfera de lo patrimonial sino también a la esfera de lo personal. Sin embargo, no son pocas las ocasiones en que siguen considerando que el medio de apoyo más idóneo es la tutela, figura -cuya nota característica reside precisamente en que el tutor sustituye al tutelado en la toma de decisiones- de la que, en mi opinión, se ha abusado mucho en el pasado. Sea como fuere, dado que la Convención habla de apoyos en términos muy amplios, tanto doctrina como jurisprudencia vienen defendiendo que en los casos más graves es posible establecer un apoyo más severo que llegue a suponer la sustitución de la persona, pues ese es el apoyo que precisa.

Durante las referidas visitas, hemos tenido oportunidad de acercarnos a la realidad de personas con discapacidad intelectual de diversa naturaleza y comprobar in situ la intensidad de los apoyos que precisan en cada caso. Hemos podido observar el apoyo que se prestan entre pares, nos hemos sorprendido cuando hemos conocido la labor de voluntariado que desarrollan en residencias de ancianos, nos hemos maravillado con algunas de las obras de arte que realizan, hemos constatado que la paciencia, la perseverancia y la constancia son elementos que contribuyen a su plena inclusión en la sociedad, nos hemos sentido conquistados por su bondad, entre otras cosas; y, mientras nos empapábamos de su realidad, nos preguntábamos por los términos en que podría haberse modificado la capacidad de obrar de la persona con quien estábamos hablando (siempre en virtud de la correspondiente sentencia). Ciertamente es difícil defender que, en los casos más graves de parálisis cerebral que hemos visto, debamos prescindir de la tutela; sin embargo, si nos fijamos en la Observación General nº 1 (2014) presentada por el Comité sobre los Derechos de las Personas con discapacidad, ese parece ser el reto que nos plantea la Convención pues no contempla la posibilidad de acudir a la sustitución ni siquiera con carácter excepcional. Pero, ¿cómo confeccionar el “traje a medida” que precisan esas personas a través de fórmulas de apoyo que no supongan la sustitución en la toma de decisiones y tengan siempre presente la voluntad de la persona cuando constatamos sus dificultades en el plano de la comunicación?; ¿cómo proteger a la persona sin tenerla entre algodones porque también tiene derecho a equivocarse?; ¿qué garantías deben establecerse? Planea en nuestra cabeza la previsión del art. 12.4 de la Convención: “Los Estados Partes asegurarán que en todas las medidas relativas al ejercicio de la capacidad jurídica se proporcionen salvaguardias adecuadas y efectivas para impedir los abusos de conformidad con el derecho internacional en materia de derechos humanos. Esas salvaguardias asegurarán que las medidas relativas al ejercicio de la capacidad jurídica respeten los derechos, la voluntad y las preferencias de la persona, que no haya conflicto de intereses ni influencia indebida, que sean proporcionales y adaptadas a las circunstancias de la persona, que se apliquen en el plazo más corto posible y que estén sujetas a exámenes periódicos por parte de una autoridad o un órgano judicial competente, independiente e imparcial” (en la actualidad se contempla la posibilidad de alterar la incapacidad ya declarada pero no se determina la realización de exámenes periódicos). “Las salvaguardias serán proporcionales al grado en que dichas medidas afecten a los derechos e intereses de las personas”. Y, junto a ella, tres puntualizaciones que podemos leer en la Observación General anteriormente citada: 1) la diferenciación entre capacidad jurídica y capacidad mental. Al hilo de la misma, el Comité sobre Derechos de las Personas con discapacidad afirma textualmente: “En la mayoría de los informes de los Estados partes que el Comité ha examinado hasta la fecha se mezclan los conceptos de capacidad mental y capacidad jurídica, de modo que, cuando se considera que una persona tiene una aptitud deficiente para adoptar decisiones, a menudo a causa de una discapacidad cognitiva o psicosocial, se le retira en consecuencia su capacidad jurídica para adoptar una decisión concreta. Esto se decide simplemente en función del diagnóstico de una deficiencia (criterio basado en la condición), o cuando la persona adopta una decisión que tiene consecuencias que se consideran negativas (criterio basado en los resultados), o cuando se considera que la aptitud de la persona para adoptar decisiones es deficiente (criterio funcional). El criterio funcional supone evaluar la capacidad mental y denegar la capacidad jurídica si la evaluación lo justifica. A menudo se basa en si la persona puede o no entender la naturaleza y las consecuencias de una decisión y/o en si puede utilizar o sopesar la información pertinente. Este criterio es incorrecto por dos motivos principales: a) porque se aplica en forma discriminatoria a las personas con discapacidad; y b) porque presupone que se pueda evaluar con exactitud el funcionamiento interno de la mente humana y, cuando la persona no supera la evaluación, le niega un derecho humano fundamental, el derecho al igual reconocimiento como persona ante la ley. En todos esos criterios, la discapacidad de la persona o su aptitud para adoptar decisiones se consideran motivos legítimos para negarle la capacidad jurídica y rebajar su condición como persona ante la ley. El art. 12 no permite negar la capacidad jurídica de ese modo discriminatorio, sino que exige que se proporcione apoyo en su ejercicio”; 2) el paradigma de “la voluntad y las preferencias” (su mejor interpretación en el caso de que, pese a haber hecho un esfuerzo considerable, no haya podido determinarse) debe reemplazar al del “interés superior” para que las personas con discapacidad disfruten del derecho a la capacidad jurídica en condiciones de igualdad con los demás; y 3) existe “influencia indebida cuando la calidad de la interacción entre la persona que presta el apoyo y la que lo recibe presenta señales de miedo, agresión, amenaza, engaño o manipulación”. Ahora bien, aunque las salvaguardias para el ejercicio de la capacidad jurídica deben incluir la protección contra la influencia indebida, dicha protección debe respetar los derechos, la voluntad y las preferencias de la persona, incluido el derecho a asumir riesgos y a cometer errores. Desde esta óptica, parece imprescindible afrontar una reforma de la regulación de la tutela. Esa reforma podría ir orientada, por ejemplo, a dotar a la institución de unas mayores garantías en orden a que el tutor realice efectivamente los esfuerzos que sean  precisos para interpretar la voluntad del tutelado de la mejor manera posible y no decida única y exclusivamente en base a lo que él considera que es lo mejor para el tutelado o, incluso, a su profesionalización (como se ha hecho en el ámbito del acogimiento de menores), aunque esta última opción llevaría consigo una pérdida de peso de la familia.

Este paseo por la realidad no puede finalizar sin una referencia a las familias. Por término general, les resulta muy costoso -emocionalmente hablando- iniciar el proceso de modificación de la capacidad de obrar; no obstante, confiesan sentirse mucho más tranquilas cuando se ha ordenado judicialmente la protección de la persona. 

F. María Corvo López (marcorvo@usal.es)

Profª Contratada Doctor de Derecho Civil (USAL)

Tutora en la Clínica Jurídica de Acción Social (“Mujer y Discapacidad”)