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Universidad de Salamanca
GIR “Historia Cultural y Universidades Alfonso IX”
(CUNALIX)
 
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Hoy como ayer. Dominé Lupús

Es evidente que, en la Universidad tradicional, los métodos de enseñanza y la práctica docente eran entendidos y practicados de manera diferente en relación con el presente. Tales diferencias aumentan si consideramos la enseñanza preparatoria o complementaria a los estudios propiamente universitarios, en la que el aprendizaje del latín era importante. De lo dicho da idea la siguiente recreación de una clase de gramática latina en la Salamanca de antaño, que nos ofrece Luis Maldonado. El dómine Cabra de Quevedo se ha transformado aquí en el dómine Lupus. RASE que se era cierto dómine que se parecía al dómine Cabra como un huevo á una castaña: todo lo que aquel tenía de flaco y larguirucho, tenía éste de gordo y achaparrado; lo que aquél ayunaba, éste comía y cuanto eran escrúpulos y sobriedades en el maestro segoviano, eran gula y desenfreno de apetitos en el maestro salmantino, héroe ó protagonista de éste histórico episodio, al cual no hacen al caso, ni el redondo cerviguillo, sobre el cual le brotaban enormes diviesos, que él llamaba volcanes de castidad, ni la pluralidad de sus amas y criadas, ni aquel ahitarse con tanto gusto cuando la buena suerte le deparaba algún primo en el tresillo. Baste saber que el tal dómine, conocido y honrado entre la grey estudiantil por el sobrenombre de Lúpus, era capellán obligado de toda corrida de toros, concurrente asíduo de las cuatropeas en las ferias caballares, y, sobre todo y más que todo, apostador invencible en las riñas de gallos, á las cuales había tomado una afición rayana en delirio, durante una larga estancia en Filipinas.

Pero todo lo anterior no hace al caso de su noble profesión, ni amengua la fama que adquirió el dómine Lúpus embutiendo, por modo real y efectivo, la lengua del Latio en la dura sesera de sus muy amados discípulos. Basta, para justificar dicha fama, el recuerdo de una de aquellas lecciones, cifra y compendio que jamás podrán superar las formas docentes, á despecho de los Pestalozzys, Gineres y Manjones: una gran sala llena de descorchones, con techo encuartonado, piso de ladrillos y ventanas con vidrieras emplomadas, era la cátedra del dómine Lúpus: El ocupaba una poltrona ante la mesa cubierta con tapete de bayeta verde manchado de tinta; los discípulos, en pié, con los libros abiertos en la mano izquierda, se alineaban frente al maestro; junto á las paredes unas cuantas sillas viejas; en un rincón, sobre una ménsula, la Virgen del Amor Hermoso rodeada de flores de trapo, y en el centro de la pared, frontera á la mesa, una gran cómoda apolillada sobre la cual resaltan hasta una docena de huevos de gallina que no pierde un punto de vista el gran latino

cura2– Sigue, tú, cacaseno – dice al menor de los discípulos. El aludido, mirando alternativamente el libro que tiembla en su mano izquierda y al dómine, comienza: – Ego tollo….. – leyó pronunciando ll en castellano. – ¡Tollo! ¡Tollo!….. Toma el tollo, dijo airado el dómine – y levantándose y yéndose hacia el muchacho, le largó dos soplamocos y un pellizco pescuecero que le hicieron poner el grito en el cielo.

Para la inteligencia de la parte disciplinaria del sistema pedagógico del dómine Lúpus, conviene saber, siquiera sea por alto, la clasificación de los castigos corporales. Eran éstos mayores, menores y auxiliares; eran mayores el soplamocos, la bofetada limpia y el pescozón; menores, el capón (golpe seco dado en la cabeza con el nudillo del dedo corazón), la macoca sencilla (hincamiento del mismo nudillo en la mollera), y la macoca real, ó gran macoca, que agregaba, al hincamiento de la sencilla, una rápida vuelta sobre la mismísima coronilla, como si se pretendiese sacar de ella un tapón con sacacorchos; y auxiliares, los que no interrumpían la labor, sino que más bien la auxiliaban ayudando á la memoria y aun á la inspiración, y eran: el pellizco pescuecero, la agachadiza (golpe dado en las corbas con el corte de la mano), y el ¡guá! ¡guá!, el regocijado ¡guá! ¡guá!, que tomaba su nombre del grito involuntario que se les escapaba á los muchachos cuando el dómine, desde su asiento, les hacía notar sus errores, pinchándoles en el ombligo con la caña que, para este piadoso fin, tenía siempre sobre la mesa. Y volvamos á la lección.– Tol…lo, acebuche; tol….lo, alcornoque; como si fuesen dos eles ¿sabes? ¿cuántas veces te lo he de repetir? – Tol…..lo priman qui…..quia nominor….. ¡guá!, ¡guá! – hizo decir al chico la caña, que andaba en su punto. – ¿Y el sujeto, morral? ¿dónde te dejas el sujeto? – Quia, suple ego… ¡guá!, ¡guá! – Súplete tú, indino, que no pierdes la costumbre del seminario de decir suple.

Y, luego, adoptando una actitud solemne y en tono campanudo, siguió: Ego tollo partem priman, quia ego nominor leo.Yo cojo, yo tomo, yo arrebato, partem priman, la primera parte, ¡quia ego nominor leo! ¡porque soy el león! ¡porque me llamo león! ¡porque soy el rey de los animales! Y decía esto con tal énfasis y tan poseído del papel que estaba representado, que antes parecían rugidos que palabras las que brotaban de sus labios. – ¡Porque soy el rey de los animales!… – repitió con voz estridente. Iba á repetirlo, por tercera vez, cuando, pálido y convulso, mirando de hito en hito á la cómoda, se levantó de la poltrona y se acercó lentamente á ella sin dar crédito á lo que veía: los huevos, aquellos huevos de gallina inglesa que había colocado cuidadosamente sobre el tablero, sujetándolos con un cuadernillo, se movían sobre la superficie barnizada como si tuvieran dentro los polluelos, aquello, ó era un prodigio ó una travesura de los discípulos que, castigados á largos encierros con abstinencias, ideaban las hazañas más estupendas para comer y distraerse. Por eso el dómine Lúpus, miraba alternativamente á los huevos y á los muchachos, y éstos, presa de un temblor convulsivo, no sabían si reir ó llorar. Resolvió tan crítica situación uno de los huevos que, girando sobre su eje mayor con más rapidez que los otros, salvó el borde del tablero, cayó al suelo, y ¡plaf! se abrió en dos, descubriendo que era un grillo el secreto y animado motor de aquella mogiganga.

Los hambrientos discípulos habían acentuado el hecho, ya reprobable é indigno, de sorber clara y yema por un agujero, con la broma irreverente de meter por éste un grillo de los que entretenían los ocios del maestro y tapar después con cera… Y allí fue Troya, cuando el dómine Lúpus comprendió de qué se trataba: de un salto se echó sobre la caña; pero los avisados muchachos se pusieron de otro en la puerta, y apenas si los cañazos que aquél repartía como palo de ciego, alcanzaron las espaldas de los que salieron los últimos. La desbandada fue completa, y cuando el dómine, asomado al balcón, llamaba á sus discípulos á grandes voces, éstos, sin dejar de correr, le contestaban en latín macarrónico, único fruto de sus enseñanzas. – Gallus cantandum…. ¡quiquiriquí! Fuente: Luis Maldonado, “El dómine Lúpus”. El Adelanto, 1 de abril de 1901.

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