Pues se ve que el partido del gobierno no ha aprendido. Lejos de eso, sigue inmerso en la estrategia del engaño que ha mantenido hasta ahora. Saben que se aproximan elecciones, y como consideran al electorado poco más que un niño al que se le puede convencer con unos caramelos, pues han lanzado a Montoro de nuevo a la palestra para que intente convencernos a todos de que los milagros económicos que según ellos han llevado a cabo van a traducirse en una bajada de impuestos. Lo venden así, con todo el boato del que son capaces, aunque ya a estas alturas toda la parafernalia les sobra, puesto que los hechos pueden más, creo yo, que cualquier otra cosa. Pero ellos van a lo suyo, y cuando todavía los datos económicos son preocupantes, ellos se lanzan a vender el mensaje mantra de bajar los impuestos. El problema es que como muchos expertos apuntan esto será suicida y no hace más que ahondar en la situación delicada que todavía vivimos; es más, hace pronosticar que si toman estas medidas ahora, vendrán de aquí a poco otros recortes drásticos en los servicios públicos. Que a este gobierno no le interesen ni preocupen los servicios públicos, es una realidad a estas alturas bien contrastada, pero que nos sigan tomando por tontos después de todo lo que ha pasado es imperdonable. No se trata de pagar menos impuestos, sino de que la carga fiscal sea más proporcionada o, dicho con otras palabras, que paguen más, quienes más tienen y que, de otro lado, se haga una apuesta convencida y decidida para luchar contra el fraude fiscal. Pero de gobiernos como éste, que aplicó una amnistía fiscal nada más llegar, qué se puede esperar. Entretanto, las índices de pobreza siguen aumentando en España. No se plantean que hay que recaudar más para redistribuir mejor. Eso, pensarán, es algo demasiado poco liberal para un partido que gobierna para las élites económicas; sin duda, no para el conjunto de los ciudadanos.
Una de romanos
En las últimas semanas, a propósito de la petición de la Defensora del Pueblo de que a través de los colegios se garantice durante el verano, al menos una comida a los niños cuyas familias están pasando por serias dificultades, se han oído tantas barbaridades, vertidas con tanto descaro que decir que siento rabia es poco. En Castilla y León, por ejemplo, se ha llegado a decir que utilizar esa medida discriminaría a los niños, porque haría visible su situación. En otras, como en La Rioja se ha dicho que eso implicaría visibilizar mucho la situación de pobreza que viven algunas familias y que iría contra la imagen de la Comunidad. Y de este tenor, muchas más declaraciones.
Yo no sé cuál es la mejor manera de garantizar que los niños en España no pasen hambre (sólo escribirlo ya es difícil), pero lo que sí sé es que como país no podemos permitirnos esta vergüenza. Vergüenza de un país al que parece que le sigue preocupando más la apariencia que la verdadera necesidad.
Luego vendrán a contarnos una de romanos, quienes gobiernan para vendernos el cuento de la recuperación anunciada, con tropecientosmil puestos de trabajo (en condiciones de semiesclavitud, eso sí, pero qué más da); nos venderán cómo han levantado al país, ellos con sus propias manos, de la situación de postración en la que se encontraba. Venderán con alharacas que están devolviendo ya los préstamos que nos hicieron, pero esconderán que mucha gente sigue siendo desahuciada; que mucha gente no puede pagar los suministros básicos, que los niños pasan hambre, que han contribuido a construir un país en el que da vergüenza vivir…
Que no nos cuenten una de romanos otra vez, que ya nos sabemos bien la película. Ha llegado la hora en que seamos nosotros quienes tomemos las riendas y reconduzcamos la situación. Por principios, por dignidad, no nos podemos permitir que ningún niño pase hambre en España.
¿Podrá “Podemos”?
Después del terremoto de las elecciones del pasado 25 de mayo, todas las miradas están puestas en la fuerza política revelación “Podemos”. No es para menos. Ha irrumpido con tanta fuerza en el escenario político; un escenario que parecía condenado a perpetuarse entre la desidia, cuando no la resignación, de la ciudadanía, que comprobar cómo una fuerza nacida en buena parte del descontento ciudadano, en la que los círculos han sido hasta el momento su única organización, ha podido poner en jaque el poder establecido ha devuelto la ilusión a muchos que creyeron que era una fórmula posible para cambiar las cosas.
Pero el reto que tiene por delante Podemos no es nada desdeñable. Cómo respetar su organización asamblearia con una estructura al uso de partidos políticos, puede ser una tarea de difícil encaje. A la vista está que ya sus bases han activado las alarmas ante el anuncio el pasado jueves de Pablo Iglesias de presentar una candidatura cerrada con 25 nombres para articular la organización de Podemos. Ha dado un plazo de 6 días para presentar candidaturas, plazo muy breve para articular un procedimiento con unas mínimas garantías de “fair play”. Si Pablo Iglesias y su equipo más cercano quiere ya apropiarse de ese millón y pico de votos, el final de Podemos estará próximo a su nacimiento. Su recorrido habrá sido breve. Si el discurso se basa en que sea la gente la que decida qué hacer y a renglón seguido se acusa de que los círculos no son democráticos, como hizo recientemente Monedero en una de sus asambleas, habrán hurtado la esencia de este movimiento ciudadano. Pueden morir antes de nacer realmente de éxito. Y sería una pena. Se necesita inteligencia y verdadera creencia en la democracia para hacer que este movimiento siga creciendo.
Un adiós a destiempo
La monarquía parlamentaria es la forma de gobierno de nuestro país. Pretender ahora cambiarla con un simple referéndum supone ignorar el ordenamiento jurídico español. Para cambiarla es preciso antes cambiar la Constitución y eso sólo es posible si se da la correlación de fuerzas suficiente para poder hacerlo. Esto último, que era una de las garantías básicas de la monarquía en España, en las últimas elecciones ha comenzado a cambiar y, de ahí, quizás, el nerviosismo del rey, en esta huida precipitada. Pues no de otra forma cabe calificar su abdicación. Si lo hubiera hecho cuando los casos de corrupción comenzaron a emerger en la corona, quizás su lectura sería otra. Entonces se podría argumentar sobre su sentido de la responsabilidad y su saber haberse ido a tiempo. Al contrario, aguantó imprimiendo un carácter decadente a un Estado que cabalgaba también entre el desasosiego y la búsqueda de referentes que ya no encontraba en las más altas instituciones del Estado. Irse ahora supone dejar a su hijo a los pies de los caballos. Con una institución muy desprestigiada y con un futuro electoral incierto, en el que es posible que una mayoría suficiente republicana se abra paso en el parlamento. Si así fuera, lo lógico sería cambiar la forma de gobierno hacia una república, y consolidar de este modo la transición que, no olvidemos, aún está del todo por hacer, porque la corona y en concreto la figura del todavía rey no fue más que una imposición póstuma del caudillo.
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